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Grupo de Trabalho 7
Relación Género – Etnia - Clase: Reflexión Sobre la Genealogía del Poder

Rocío Castro Kustner[1]

“Tenemos el derecho de ser iguales cuando las diferencias nos inferiorizan, y tenemos el derecho de ser diferentes cuando las igualdades nos esclavizan” (Santos, 1995)

Introducción

El presente trabajo es una reflexión histórico-antropológica sobre la genealogía del poder a partir de la relación entre las tres categorías de desigualdad más marcantes de nuestras sociedades en general,  y de la sociedad latinoamericana en particular: género, etnia y clase. El  desarrollo de esta reflexión ya fue iniciado en mi tesis de doctorado sobre El Movimiento Popular en Salvador de Bahia: un nuevo debate en las relaciones entre género, etnia y clase, defendida en noviembre de 1996 en la Facultad de Sociología y Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid.

Partimos del hecho de que, aunque los sistemas democráticos hayan evolucionado mucho, las relaciones jerárquicas continuan siendo consideradas como  formas naturales y necesarias de organización social. Este pensamiento es mucho más fácilmente “racionalizado” cuando existen de por medio diferencias biológicas, como las de sexo y raza,  en la medida que se utilizan para justificar la  naturalización de las diferencias sociales (Stolke, 1990).

Como veremos con Foucault, la historia viene siendo el resultado de la tensión generada por fuerzas antagónicas donde el que tiene más poder se impone, lo que social y económicamente genera desigualdades. De esta forma, cree que “un frente de batalla atraviesa toda la sociedad, continua y permanentemente, poniendo a cada uno de nosotros en un campo o en otro. No existe un sujeto neutral. Somos necesariamente el adversario de alguien “(Foucault, 1992:59).  Llevando el razonamiento a nivel psicológica, Simone de Beauvoir  dice que “el sujeto no se plantea sino es bajo forma de oposición, pues pretende afirmarse como lo esencial y constituir al otro en inesencial, en objeto” (1987:13). Para Fanon, “el hombre sólo es humano en la medida en que quiere imponerse a otro hombre, a fin de ser reconocido por él”(1962:176).

Basándose en estas reflexiones, nos preguntamos si existe una “tendencia” humana de imponerse sobre el otro, “el diferente”, ya sea convirtiéndolo en objeto que hay que utilizar o enemigo que hay que eliminar.

Podemos decir que las desigualdades sociales se establecen históricamente en función de un orden de jerarquía y una relación de poder que estratifica la sociedad. Atendiendo a esta lectura de la historia, vemos que la primera relación de poder surge dentro del seno de la familia patriarcal (Scott, 1982), donde la mujer debe subordinación al hombre, jefe de familia y máximo poder en la reproducción física e ideológica de los seres humanos (Izquierdo, 1991).

La investigación y el debate sobre el origen de la subordinación de la mujer, y si  es o no el origen de la dominación en la historia de la Humanidad, son cuestiones recientes que han empezado a ser estudiadas en este siglo, básicamente por la antropología feminista, sobre la que este trabajo recoge sus principales aportaciones. A partir de ahí, y  considerando que la dominación no tiene género, a pesar de haberse  predominantemente expresado en términos masculinos, reflexionamos sobre el poder y sus relaciones retomando algunos pensadores de la filosofía moderna y posmoderna, dando especial atención  al enfoque novedoso sobre le poder de Foucault.

Para la comprensión de las relaciones de poder en sus diferentes manifestaciones universales, presentamos al: 1) Patriarcado como primer sistema de dominación  y establecedor de las relaciones de poder entre los géneros (el masculino sobre el femenino); 2) Colonialismo como segundo sistema de dominación  y legitimador de las relaciones de poder entre las razas (la blanca sobre las mal llamadas “minorías étnicas”, que constituyen las dos terceras partes de la Humanidad); 3) Capitalismo como tercer sistema de dominación,  generador de las relaciones de poder entre las clases (la clase dirigente sobre la proletaria); 4) Imperialismo como último sistema de dominación universal, basado en la conjunción de los poderes establecidos por los anteriores sistemas de dominación, aplicado por los países hegemónicos del Norte sobre el Sur. 

Bajo el sistema de dominación imperialista,  la mujer negra o indígena  ocupa el último peldaño en la jerarquía,  realidad que no sólo no ha cambiado con el advenimiento de la democracia para la gran mayoría de los países del Sur, sino que se ha agravado (el fenómeno de la feminización de la pobreza) con el desarrollo de las nuevas estrategias político-económicas neoliberales.

Hemos dado énfasis a los sistemas de dominación tal y como se desenvolvieron sobre todo en el mundo occidental (Europa y Estados Unidos),  por haber sido el principal protagonista de la colonización en América Latina y por ser hoy el poseedor del poder hegemónico en el mundo y  responsable por el desarrollo cada vez más desigual entre Norte y Sur.

Este trabajo tiene carácter preliminar y es una invitación para repensar la historia en función de lo que el feminismo predica: la necesidad de su deconstrucción. Soy consciente de la complejidad que encierra el tema y del tiempo de reflexión y análisis que precisan. Por ello, el objetivo de este trabajo preliminar sería alcanzado si la invitación-incitación a la reflexión levantara polémicas, cuestionamientos y críticas que puedan profundizarnos en la comprensión sobre el poder y la dominación.

Sobre el origen de la subordinación de la mujer: origen  de la dominación del hombre?

La subordinación de la mujer al hombre ha sido una constante en la Historia de la Humanidad, si bien, dada la complejidad de su origen, no podemos presentarla como hecho universal. Si podemos afirmar que la antropología feminista no ha constatado la existencia de sociedade matriarcales, esto es, en las que las mujeres ejercieran poder sobre los grupos sociales como en el patriarcado se entiende que los hombres lo ejercen. Aquellas sociedades que con frecuencia se han denominado matriarcales, por guardar una relación más igualitaria entre los sexos, donde las  mujeres  gozaban de autonomía, eran sociedades matrilineales (el linaje era marcado por las mujeres), o matrifocales (la familia se constituía en torno al ámbito de las mujeres),  pero casi  siempre  quienes tenían potestad sobre los grupos familiares eran, si no los maridos, los padres y hermanos (Amorós, 1991). De ahí que la palabra patriarcado (de padre) sea cuestionada por algunas teóricas feministas como inadecuada para representar el poder masculino en todas sus manifestaciones[2].

Una pregunta que frecuentemente se formulan las antropólogas feministas es por qué esta relación de género supone una subordinación del hombre sobre la mujer y cual es el origen de tal opresión.  Margaret Mead (1972), una de las primeras antropólogas preocupadas com esta cuestión, observó, en sus contactos con comunidades primitivas de las islas del Pacífico, rituales de culto al falo que obedecían, según explica, a un sentimiento de inferioridad básica frente a la virtud de las mujeres  de “hacer seres humanos” y guardar los secretos de la vida,  en cuanto que el rol de los hombres es incierto, indefinido y quizás innecesario.

El culto al falo como forma de compensar la inferioridad básica se presenta como lo opuesto a la envidia al pene y al complejo de Edipo sobre los que Freud desarrolló su teoría psicoanalítica. Para Simone de Beauvoir, que consideraba la fijación  al pene como una especie de patología masculina, no existe un acontecimiento fechado a partir del cual la subordinación de la mujer ha tenido lugar, y explica el origen como “um abuso psicológico original: la creación del segundo sexo con  su otro reino”(en Amorós, 1985: 61).

Segun Julliet Mitchell, si bien la envidia del pene y el mito del complejo de  Edipo no sirven como una rigurosa descripción de la familia universal, la teoría freudiana ayuda a explicar la herencia de la dominación masculina de generación en generación; para Mitchell, la familia es “el lugar en el que la psicología inferiorizada de la feminidad es producida” (en Nye, 1988: 143). En esta línea de distanciamento del psicoanálisis “biológico” de Freud, y guíadas por el psicoanálisis simbólico de Lacan, están las feministas  Julia Kristeva y  Lucy Irigaray (1985), con sus respectivas aportaciones sobre la importancia de la relación madre-hija en la determinación de la psicología femenina. Nancy Chodorow (1979) presenta  el hecho universal de las mujeres ser las grandes responsables  por el cuidado de los hijos, y por la  socialización femenina posterior, como experiencia discriminativa decisiva en el desarrollo masculino y femenino.

Realmente uno de las pocas realidades universales es que las mujeres podemos ser madres, tenemos la “magia” de crear seres humanos, hecho biológico fundamental de diferenciación con  los hombres. En todas las culturas de todos los tiempos, las mujeres son las responsables por el cuidado de los hijos, lo que lleva , segundo Michelle Rosaldo, a “una oposición universal y estructural entre los dominios de actividades domésticas y públicas”(1979:52). Rosaldo observa una correlación entre esta oposición y la subordinación de la mujer.  O sea, en sociedades donde la esfera doméstica está fuertemente separada de la esfera pública, el status femenino está más inferiorizado, lo que le lleva a establecer la hipótesis de que “tal vez las sociedades más igualitarias sean aquellas en las que las esferas pública y doméstica son fragilmente diferenciadas, donde ninguno de los sexos reivindica mucha autoridad y donde el enfoque de la propia vida social sea el hogar”(1979:53).

Hipótesis que confirma las teorías de Engels sobre el “Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”: en las sociedades precapitalistas, antes de la aparición de la propiedad privada, las personas, tanto hombres como mujeres, trabajaban para la familia comunal o clan, y el trabajo doméstico como el no doméstico eran considerados de igual valor social. Las mujeres gozaban de una mayor igualdad, hecho que le llevó a Engels a creer que el origen de la subordinación de la mujer, así como el origen de las desigualdades económicas y políticas,  estaba en el origen de la familia  nuclear y la propiedad privada.

Con el desarrollo de la propiedad privada, que se inicia con la domesticación de animales y la agricultura, comienza la separación espacial y temporal entre el mundo productivo o público y reproductivo o doméstico.  Como constata Karen Sacks (1979),  la mujer pasa a trabajar para su marido y la familia, en vez de trabajar para la comunidad,  como lo hacía en las sociedade precapitalistas.

Pero la antropología feminista ya refutó a Engels su teoría sobre el origen de la subordinación de la mujer, puesto que esta ya existía en sociedades precapitalistas y antes del origen de la producción. Ya vimos que el poder sobre los grupos sociales ha estado predominantemente en manos de los hombres, si no  maridos, padres o hermanos. Celia Amorós (1991) replica a Engels que la subordinación de la mujer no aparece como una forma de control sobre los medios de producción, sino una forma de control sobre los medios de reproducción, a todos los efectos más importante para conservar la autoridad del padre, el gran patriarca Lo que está relacionado con la concepción sobre el patriarcado de Joan W. Scott (1990), según la cual la dominación patriarcal surge como efecto de deseo de los hombres de transcender su alienación sobre los medios de reproducción de la especie.

Es precisamente con una medida de control sobre los medios de reproducción - la ley del incesto, la única ley universal para  Freud – que la Humanidad comienza a ejercer un dominio sobre la naturaleza e crear la cultura, según explica Levy-Strauss (1968). El dominio sobre la naturaleza implicaba, pues, un control  sobre el cuerpo de la mujer,  hecho que lleva a Levi-Strauss a comparar naturaleza com mujer, y en esa dicotomía naturaleza/cultura  ha  habido outro intento de explicar el origen de su subordinación.

Sherry Ortner (1979) ecuaciona la cultura con la noción de conciencia humana (sistema de pensamiento y tecnología), por medio de la cual la humanidad procura garantizar el control sobre la naturaleza. Dado que la cultura aspira a controlar y dominar la naturaleza, explica el dominio de los hombres sobre las mujeres como una extensión del  dominio de la naturaleza. Pero puntualiza  que en la asociación mujer-naturaleza se ha de considerar que el desarrollo de la cultura no es un proceso “en contra” de la naturaleza, sino en dialéctica constante con ella.

Henriette Moore (1991) también considera que, aunque en todas las sociedades la cultura trata de controlar y dominar la naturaleza, las diferencias biológicas entre el hombre y la mujer solo tienen sentido dentro del sistema de valores definidos culturalmente. Así pues, la afirmación de que por su función reproductiva la mujer está más próxima a la naturaleza es una valorización cultural.

También tenemos que considerar el hecho de que la concepción de naturaleza há ido cambiando. Cuando la cultura  comenzó a desarrollarse, y sobre todo con el desarrollo de la ciencia, la naturaleza era asociada a primitivismo y atraso. Ahora, que vivimos en un proceso en el que nuestra cultura  científica, tecnológica y consumista está desstruyendo la naturaleza, todo lo que significa defensa de la naturaleza es valorizado.

Simone de Beauvoir, sin olvidar la importancia de la sujeción de la mujer a la especie, y reconociendo que “el cuerpo de la mujer es uno de los elementos esenciales de la situación que ella ocupa en el mundo”(1987: 60), afirma que la naturaleza no define a la mujer, sino que “ésta se define así mismo al retomar a la naturaleza por su cuenta en su afectividad” (1987: 61).

En un intento de integrar las teorías analizadas sobre el origen de la subordinación de la mujer, retomamos a Celia Amorós, que, en su “Crítica a la Razón Patriarcal”(1991), conjuga el existencialismo de Beauvoir con el estructuralismo lacaniano de Julliet Mitchell, que a su vez recoge la antropología de Levi-Strauss, para llegar, a la explicación de la aparición de la figura del padre como máxima autoridad en la reproducción biológica e ideológica de los seres humanos.

La necesidad del patriarcado como sistema de dominación que asegure la perpetuación de esta reproducción, puede deberse, según Margaret Mead,  al hecho de que culturalmente  sea concebida como una neurosis para el hombre, ante su incapacidad de explicar la “mágica biológica de crear seres humanos”. O,  como afirma Scott,  a un deseo de  transcender sua alienación sobre los medios de reproducción.

Lo cierto es que, por su condición reproductora, las mujeres han sido en todas las culturas las grandes responsables por el cuidado de los hijos, como vimos con Chodorow.  Si bien, contrariamente a lo que creía Engels, la subordinación de la mujer ya existía antes de la aparición de la propiedad privada, ésta aumenta según el grado de separación entre la esfera doméstica y pública, como ya había observado Engels y reafirma Rosaldo. De tal forma que si el trabajo doméstico en las sociedades precapitalistas gozaba de igual prestigio que el trabajo realizado fuera del hogar, el capitalismo lo anula al no tener valor “productivo”.

Fue un libre-pensador del siglo XVII, Poulain da Barre, uno de los primeros en escribir sobre la desigualdad de género. Pensaba que su causa no estaba en la reproducción, sino en la extensión  de la familia que propiciaba una guerra entre los sexos. “La guerra comienza dentro de la propia familia, y la guerra es el inicio de la verdadera sujeción de las mujeres, en la medida en que éstas aparecen como parte del motín” (en Cobo, 1995:139).

Levi Strauss ya habló de la troca de mujeres, no como motín, sino como el intercambio entre los distintos grupos naturales que se dió con la aparición de la ley del incesto y la exogamia. Y ahí hay que ver quizás el origen femenino de su concidión de objeto.

Para Marvin Harris (1995), la supremacia masculina, determinada por las presiones reproductoras y ecológica, se desarrolla con la práctica de las guerras. Para Foucault (1992) la guerra como instrumento de dominación ha sido siempre una guerra entre razas –entendidas como pueblos con unidad linguística, religiosa e cultural- , que la dominación colonial redujo a una guerra entre dos razas (la blanca y la no blanca), el socialdarwinismo la legitimó con argumentos biológicos y el marxismo la tradujo en términos de clase.

Reflexionemos, pues, sobre las otras formas de manifestarse el poder y la dominación, siempre entendiendo que, aunque el sistema patriarcal haya sido el primer sistema de dominación humana que se dió de forma generalizada,  y ha sido una forma persistente de manifestar la dominación,   las teorías del patriarcado no demuestran cómo la desigualdad de género estructura el resto de las desigualdades”  (Scott, 1990:32).

Sobre el establecimiento de sistemas más complejos de dominación, el etnocentrismo occidental y  sus fundamentos para el racismo. 

El surgimiento de la propiedad privada se sustentó sobre el uso de mano de obra esclava, y fue así como la cuna de la civilización occidental, la polis griega  –donde  Engels vió el origen del Estado-  y la civitas romana, basaron su organización social. Las mujeres y los esclavos, que llegaron a ser más numerosos que los ciudadanos en Atenas, eran los que cubrían  las necesidades, pues los ciudadanos, hombres libres de toda satistacción de las necesidades,  habían nacido para pensar los grandes designios de la historia, como la democracia.

Los germanos, considerados por Aristóteles en estado de barbarie, fueron los que quebraron com el sistema de dominación basado en la esclavitud, abriendo camino para un nuevo proceso de dominación que se extendió por toda Europa y que asentaría las bases para su posterior hegemonía. Era el feudalismo, cuyo dominio se asentaba, según Weber (1972)  en la apropiación  de poder por parte de la nobleza en virtud de la promesa de fidelidad de sus vasallos.

Para Foucault, la invasión germánica produjo la primera ruptura com el derecho público del imperio romano e introdujo un nuevo sujeto en la historia, “una nueva nación, un nuevo pueblo donde el rey se sirvió  de é l para quitar a la nobleza sus privilegios económicos y políticos”(Foucault, 1992: 238).

El poder real generó poder inclusive fuera del reinado a través de la expansión conquistadora más allá de los mares.  Era el colonialismo, sustentado por una nueva justificativa de poder: la creencia de que la cultura del europeo era superior y debía ser impuesta, ya que los otros, los colonizados,  continuaban en estado de barbarie.

El colonialismo tuvo un gran éxito económico para Europa gracias a la riqueza natural extraída de América Latina y Africa, a través de la mano de obra esclava. De la idea de superioridad etnocéntrica del eupropeo colonialista, podríamos decir que se establece a nivel mundial la relación de poder del blanco sobre el negro o cualquier minoría[3].

Desde la prohibición del incesto, a partir de la cual, según Levi-Strauss, la Humanidad se despega de la naturaleza, el destino del hombre ha sido el de hacer cultura, y si la historia se ha basado  en el desarrollo del poder a base de guerras, el poder y las guerras son las que han trazado los caminos de la cultura, de ahí que surja una justificativa mayor  que dé “lógica” a todo el entramado hasta aquí organizado: el poder de la razón y de la ciencia que aparece con el Despotismo Ilustrado y la Revolución Francesa del siglo XVIII.

A través del nuevo poder científico se intenta fundamentar biológicamente la tesis racista sobre la superioridad del hombre blanco.  El racismo fue alimentado por el darwinismo social que imperaba en el pensamiento europeo del siglo XIX, donde la naturaleza física determinaba la cultura. La formulación de la raza como categoría física, y su rápida difusión en la conciencia popular, creó una diferencia en las actitudes de los europeos con los negros (Nitoburg, 1991).

Con el triunfo de la razón en la Ilustración de la Europa del siglo XVIII, que legitimó el poder de la ciencia y los universalismos, aumentaron los papeles diferenciados entre los sexos: la razón (cultura) seria cualidad exclusivamente masculina, mientras la mujer y las minorias étnicas pertenecerían al mundo de la emoción y del instinto (naturaleza). Consecuentemente a las cualidades que se derivarían del uso de la razón – control, estabilidad, objetividad- el atributo emotivo del mundo femenino sólo traería impulsibidad, desequilibrio y subjetividad, cualidades cuya carga negativa continua pesando en el pensamiento del mundo moderno. 

Ni el más crítico con la igualdad predicada por la Ilustración,  Rousseau  – que consideraba la desigualdad como la causa de todos los males - consiguió incorporar en sus universalismos a la mitad de la población, las mujeres.  Rosa Cobo  presenta a Rousseau como el padre del patriarcado moderno, haciendo emerger, a través de la Sofia de Emilio, “un nuevo tipo de mujer burguesa que trabaja para obtener un salario no indispensable para la subsistencia familiar” (Cobo, 1995:227) y sobre cuyo sometimiento en definitiva descansa la autonomía del hombre.

El poder de la razón y de la ciencia abrieron los caminos para una nueva revolución que significaría una mayor separación entre la esfera doméstica y la privada, entre tiempo productivo y tiempo no productivo, y una nueva configuración del trabajo. La  Revolución Industrial  introdujo la mano de obra asalariada,  lo que repercutió en la abolición de la esclavitud en las Américas,  regenerándose la dominación  bajo un nuevo sistema: el capitalismo,  u “orden de relaciones cuyo resultado es la producción de los medios que hacen posible la existencia y destrucción humana, en que la posición en la jerarquía procede de la posesión y control de los medios de producción” (Izquierdo, 1991: 65).

La clase se constituye en la nueva categoría que define el grado de jerarquía capitalista.  Ësta, a su vez, refuerza las divisiones de género y raza, al haber estado las mujeres y los no-blancos históricamente excluidos de lo posesión y control de los medio de producción.  En el mundo del trabajo asalariado, se van a introducir como “ejército de reserva”.

Con el capitalismo, basado en el énfasis de la producción  - en principio industrial, actualmente tecnológica-  la producción de alimentos, la reproducción y las tareas domésticas pasan a ser desvalorizadas e incluso hasta anuladas como trabajo. De tal forma que la mujer que “sólo”se ocupa de las tareas domésticas no produce y, el servicio doméstico, que en los países mayoritariamente de minorías étnicas es realizado predominantemente por mujeres negras o indias, se mantiene con un status de semi-esclavitud, ya que  al fin y al cabo, servir ha sido siempre, inclusive  “cosa de esclavos”.

En función de su nuevo valor de mercancía, el trabajo fue moldeado por la ideología taylorista y fordista de producción para maximizar su rendimiento productivo, sometiendo a los trabajadores a un proceso de mecanización que se convertiría en el marcapasos de sus ritmos vitales. Fenómeno que sútilmente iría introduciendo valores de realización personal en función de la productividad,  así como conductas de consumo que terminarían modificando  los estilos de vida y las costumbres (Harvey, 1992).

Según David Harvey, Ford usaba casi exclusivamente mano de obra emigrante, y sus fábricas tenían una gran capacidad para movilizar ejércitos de reserva de la América rural, la mayoría de la veces negra o indígena. La nueva división del trabajo iba integrando a  todos los insatisfechos del Tercer Mundo com un proceso de modernización que prometía desarrollo, emancipación de las necesidades y plena integración al fordismo, pero que, en la práctica, promovía la destrucción de las culturas locales, mucha opresión y numerosas formas de dominación capitalista a cambio de  ganancias miserables en términos de padrón de vida y de servicios públicos, a no ser para una élite nacional solvente que decidiría colaborar con el capital internacional”(Harvey, 1992:133).

El colonialismo y el capitalismo, sustentándose en las divisiones de género, raza y clase, establecieron la hegemonía político-económica de Occidente sobre el resto del mundo, reduciendo el campo de batalla a dos trincheras  – Norte y Sur- bajo un nuevo sistema de dominación resultante de la combinación de ambos: el imperialismo, u “orden de relaciones entre países producto de la transnacionalización de las actividades económicas, originando los progresivos empobrecimiento y dependencia de unos países sobre otros” (Izquierdo, 1991: 70).

El sistema de dominación imperialista bajo el cual el Norte “guarda” relación con el Sur congrega en “armoniosa conjunción” las tres categorías de desigualdad (género, etnia y clase) desarrolladas a lo largo de la historia por los sistemas de dominación brevemente expuestos.  Nadie mejor que las mujeres del Sur saben lo que esta triple  desigualdad significa,  ya que todas ellas en su mayoría pertenecen a países que fueron colonizados primero, más tarde “capitalizados” bajo el imperialismo, son integrantes de poblaciones de las contradictoriamente llamadas “minorías étnicas” y,  por su condición de género y étnica, son las más pobres de entre los pobres.

La modernidad ilustrada trajo la hegemonía de Europa sobre el mundo. Por eso Hegel creía que, “si la historia de la Humanidad es la historia de la libertad, la realización de esta historia se dió en Europa” (Bobbio, 1996:150). En nombre de esta libertad, y de su democracia,  Europa y,  por extensión,  los Estados Unidos, se erigieron como potencias con autoridad para ejercer la opresión mediante el   imperialismo de una modernidad iluminada que presumía hablar por los otros” (Harvey, 1992:52)

Foucault dice que “el poder es, y debe ser, analizado como algo que circula y funciona, por así decirlo, en cadena.” (1992:39).. Hablemos pues de otras formas persistentes  de facilitar la significación del poder en la historia de la humanidad.

Del Patriarcado Burocrático de la Modernidad al Patriarcado Tecnocrático de la Posmodernidad[4]

En el mundo moderno, todos son libres, todos son iguales. El poder ya no está más en manos de la nobleza,  o de la corona,  sino del pueblo. La dominación evoluyó, aludiendo a la clasificación de Weber, de un carácter tradicional y carismático para un carácter racional o legal que tiene su máximo exponente en el Estado burocrático. Para Weber la burocracia sería la dominación necesaria para la administración de las masas, la democracia del pueblo. 

Sobre el modelo burocrático weberiano se ha construido la cultura organizacional moderna. Los análisis feministas sobre la teoría organizacional son muy recientes y de forma general apuntan al hecho de que la cultura organizacional reproduce la subordinación de género, una vez que las reglas ignoran las desigualdades de género y fomentan las relaciones de poder basadas en las jerarquías (Ferguson, 1984; Acker, 1991;  Gherardi, 1995).

Las organizaciones burocráticas reafirman el carácter opuesto de las cualidades que el poder de la razón atribuyó difrenciadamente a  los sexos: razón/emoción, objetividad/subjetividad, creando una nueva jerarquía entre sectores profesionalizados y no profesionalizados – desde que el conocimiento profesional es el gran instrumento de superioridad de la administración burocrática.

Según Berverly Burris (1996),  se han desarrollado formas diferentes de control organizacional a través del processo histórico de racionalización. El control precapitalista era un control simple y teocrático, donde el hombre se sentía más cerca de Dios. Después apareció el control técnico y burocrático, que predica la fuerza física y la ética masculina del comportamiento racional de la sociedad industrial. Finalmente, adaptándose a las nuevas mudanzas sociales y técnicas, surge una nueva y más sofisticada estructura de control basada en la tecnología informatizada: el control tecnocrático.

La tecnocracia se presenta como un sistema “más” justo, objetivo y racional, al estar fundamentada en la meritocracia. Las características básicas de las organizaciones tecnocráticas son la polarización entre los sectores especializados y los no especializados, y la toma de decisiones determinada por imperativos técnicos. La polarización entre los sectores especializados y no especializados se da como consecuencia  del proceso de profesionalización, que en su comienzo  -mitad del siglo XIX- excluyó de sus escuelas a las mujeres, “carentes” de normas de conducta profesional  (Burris, 1996).

Los sectores especializados (predominantemente masculinos, de cultura ocidental, o sea, blancos), altamente cualificados, gozan de más autonomía y privilegios (salarios más altos), mientras que los sectores no especializados están más sometidos a las relaciones  jerárquicas de poder y sus condiciones de empleo son menos favorables (más horas de trabajo por salarios más bajos) (Burris, 1996).

En este sentido, las organizaciones tecnocráticas refuerzan las desigualdades de siempre existentes en la división sexual del trabajo, y un claro ejemplo de esto es la Comisión de la Comunidad Económica Europea, que, según observa Alison E. Woodward (1996), está caracterizada por una fuerte segregación vertical y horizontal de género. Fenómeno que también podemos observar en instituciones internacionales como la ONU, el FMI y el Banco Mundial, cuyos principales líderes son hombres occidentales.

El trabajo de Donna Haraway sobre Ciencia, Cyborgs y Mujeres, presenta como imperativos técnicos de la posmodernidad las tecnologías de las comunicaciones que dependen de la electrónica, sistema de control poderosísimo  mediante el cual se sustentan las grandes instituciones patriarcales actuales. “Los estados modernos, las compañías multinacionales, el poder militar, los aparatos del estado de bienestar, los sistemas pos satélite, los procesos políticos, la fabricación de nuestras imaginaciones, los sistemas de control de trabajo, las construcciones médicas de nuestros cuerpos, la pornografía comercial, la división internacional del trabajo y el evangelismo religioso  dependen íntimamente de la electrónica” ( Haraway, 1991:282).

En función de esta realidad, Haraway observa en la actualidad una transición de una sociedad orgánica e industrial a las aterradoras nuevas redes que denomina las “informáticas de la dominación”, y  que en mucho se  corresponde con el patriarcado tecnocrático de Burris: forma racionalizada de dominación de género, fuertemente legitimada por la ciencia y aún con profundas raices en el pasado.

El mundo de la transnacionalización y de la globalización continua siendo regido en el “Nombre del Padre” bajo una nueva apariencia: del gran patriarca progenitor de la especie y jefe de su tribu, evoluyó al ejecutivo de cultura occidental, con formación altamente especializada en las mejores universidades de Europa y Estados Unidos, que traspasa los estados como si fueran tribus, avalado por el éxito económico que le garantiza su eficacia competitiva para excluir al otro.

En la nueva organización internacional del trabajo impuesta por la transnacionalización, las mujeres del Sur se constituyen como mano de obra predilecta, por su bajo costo, para la explotación en trabajos de industrialización en cadena para la exportación de las multinacionales (las denominadas maquilas). Sus hijos, la nueva generación que crece con la crisis de desempleo consecuente de los procesos de globalización, forman parte del contingente de los excluidos, porque ya no sirven ni como mano de obra a ser explotada.

El sistema patriarcal no sólo ha convivido con los otros sistemas de dominación, sino que se ha visto reforzado por ellos, ya que el control de los medios de reproducción continua siendo más importante que el control de los medios de producción, a todos los efectos para sustentar la hegemonía en el Nombre del Padre, de un padre que es blanco y económicamente poderoso, que tiene como “misión” proteger a  una Humanidad de raza blanca y valores culturales adquiridos por el progreso, de la contaminación del “otro”.

Como señala Haraway , las feministas nos oponemos a la versión de la historia que situa como protagonista al hombre blanco propetario.

Como se permean las relaciones de poder generadas por la conjunción de la dominación patriarcal, capitalista e imperialista, para generar las fundamentales desigualdades de las actuales  sociedades: género, etnia y clase.

Foucault, queriendo entender el funcionamiento de los discursos históricos como discursos motivados por la dominación y dinamizados a través de la guerra, ha olvidado, como el marxismo, retomar la dominación patriarcal como sistema de dominación.

Ya vimos que para Harris también las guerras están en la base de la organización social, si bien no habla de guerras de razas, pues se refiere más a las guerras tal y como surgen en las sociedades primitivas, sobre todo aquellas que llegan a practicar el canibalismo como síntoma de supremacía. Pero sin embargo señala algo que Foucault pasa por alto, que la supremacía que conduce a las guerras es masculina, y aunque, por cuestión de supervivencia, la guerra que el hombre declara no puede ser abiertamente contra el sexo opuesto, mediante las guerras el hombre ha desarrollado las conductas agresivas para reafirmar su supremacía sobre el “otro”.

En las guerras tribales  el otro sería el que no pertenecía a “mi tribu”. En las guerras de las razas, una vez superada la fase tribal y establecida la hegemonía del blanco bajo el dominio colonial, el otro será el no-blanco. Independientemente, hombre y mujer han tenido que convivir para asegurar la especie, dentro de ella a los futuros combatientes de las sucesivas guerras que aseguran el dominio y regulan la reproducción, donde la mujer, “el otro”, se convierte en objeto de manipulación.  En esto consiste su descalificación.

Lo que en definitiva nunca se ha hecho revolución es contra la propia esencia de todos los discursos: la necesidad de dominio y poder.  Por eso mientras que las revoluciones han atentado contra el poder del Estado y la dominación de clase, han convivido e incluso alimentado otros tipos de dominación, como la dominación de género y raza.

Los sistemas de poder se fueron posponiendo y sustentando en base a factores comunes: la negación al derecho de la diferencia, negación de la igualdad social y la creación de valores sociales que estimaban las condiciones de los unos (hombres, blancos y ricos) en base al detrimento, inferiorización y subyugación de los otros (mujeres, minorías étnicas o no blancos y pobres).

Podríamos decir que este derecho a la diferencia es innato a las categorías etnia y género, si bien para la categoría clase sería la negación al derecho a la igualdad la creadora de las diferencias sociales. Tal vez por esto haya sido más fácil que en la historia surgiera una crítica al sistema de clases profunda y revolucionaria. Veamos  En la relación de fuerzas que considera el marxismo, el motor de la tensión está accionado por el factor clase, y las relaciones de poder reducidas a relaciones de clase, si bien Marx habló a Engels que se inspiró en la historia que hicieron los franceses durante el siglo XIX sobre la guerra de razas (Foucault,1992).

Quizás hayan sido las feministas las que más ardúamente han criticado el reduccionismo marxista del sistema de dominación social en el que el patriarcado se incluía dentro del mismo saco del capitalismo. Para el feminismo está claro que la subordinación de la mujer y las desigualdades de género que engendra la dominación patriarcal no pueden ser explicados por la dominación que genera las desigualdades de clase. Han sido abundantes las críticas que se han hecho al marxismo cuando postula que la desaparición de la explotación en la sociedad de clases traería la desaparición de la subordinación de la mujer.  Concordamos con Amorós que “la clave de la situación subordinada y marginal de la mujer no hay que buscarla tanto en una relación de explotación en sentido marxista como en una opresión fundamental sobre cuyas causas, complejas y difíciles de determinar, sigue abierta la polémica” (Amorós,1985:307).

Fundamentalmente la crítica al reduccionismo marxista, donde parece ser que la única identidad posible se encuentra en las relaciones de producción, se basa en  su teoría  de que  una vez que los demás sujetos socialmente discriminados entraran en el sistema de clases, podrían luchar por mejorar sus condiciones de desigualdad.

Los estudios feministas de carácter marxista  basan su análisis en la inserción de la mujer en la organización internacional del trabajo.  Al igual que Francisco de Oliveira habla de la falta de identidad del negro para reconocerse en un sistema de clases, Carmen Elejabeita (1980) afirma que la mujer que se encuentra fuera del proceso de producción - es decir, la mayor parte de las mujeres- carece de identidad propia y aún de la posibilidad de adquirirla. Mientras que la clase obrera es una clase explotada, pero a través de la toma de conciencia y de la lucha de clases puede dejar de serlo.

Aunque el grande contingente de la población femenina y de las minorías étnicas haya históricamente estado fuera de los medios de producción, Heleieth Saffioti (1976) considera que hay que buscar en las relaciones de producción una explicación para su subordinación, desde el momento en que   el sistema capitalista de producción no integra a las mujeres y “minorías étnicas” por cuestiones éticas sino de necesidad, principalmente en épocas de crisis,  de utilizar mano de obra barata, o sea, como  ejército de reserva.

En América Latina,  gran parte del contingente susceptible de ser usado como ejército de reserva terminó formando su proprio grupo de “inclusión” en el sector informal,  totalmente excluido de los medios de producción capitalista y del que el marxismo no puede dar cuenta en cuanto es un contingente sin identidad de clase. La problemática de las desigualdades sociales en términos de clase  en la región  es mucho más compleja debido al hecho de que ni siempre hay una división social  del trabajo legítima en el plano de las relaciones de producción, ni un discurso de dominantes para dominados, como afirma Francisco de Oliveira  (1987).  Para la oligarquía, los “excluidos” del sector informal no producen, y los excluidos, perdidos en la búsqueda de su identidad, no consiguen vislumbrar donde está el “enemigo”.

Las teorías racistas que bajo el pensamiento del socialdarwinismo se desarrollaron y proliferaron en el siglo XIX podrían aplicarse, hasta cierto punto, para explicar las desigualdades de género, ya que éstas, al igual que las desigualdades de etnia, se basan en la afirmación de que son las leyes naturales las que imponen la diferencia en la sociedad y justifican la superioridad de un sector sobre el otro. Pero habría que cuestionarse muchos hechos: si el racismo tuvo su fase propagandística por primera vez durante ese siglo, ¿hubo una fase propagandística para el “machismo”?, ¿por qué bajo los síntomas del racismo surgieron movimientos tan radicales como el movimiento nazi que justificaba la superioridad de la raza hasta el punto de ver necesaria la aniquilación de la otra, y la dominación patriarcal no vió nunca esta necesidad? ¿por qué no ha existido una guerra física provocada por las tensiones generadas por la dominación de género, como las ha habido por cuestiones étnicas y de clase?.

Podríamos decir que las teoría “machistas” no han necesitado de fase propagandística porque su justificación está más que legitimada por la necesidad más primaria del desarrollo humano: la reproducción de la especie. De tal forma que en el sistema de dominación patriarcal la mujer sólo tiene valor como fuerza reproductiva de los medios de producción. La mujer negra era doblemente explotada en la senzala: servía para procrear esclavos fuertes y amamantar blancos débiles; también para “mejorar la raza” en el proceso de blanqueo que ocultaba la miscigenación. En definitiva, se priorizaba la reproducción de la especie humana en función de las leyes del darwinismo social, que pretendía hacer una selección en base a atributos naturales puestos al servicio de una ideología social dominante, la del hombre blanco. La mujer ha sido la encargada de reproducir los machos combatientes y agresivos que aseguren la supremacía masculina, para lo que ellas también han trabajado y trabajan. De ahí la imposibilidad de eliminar a la mujer como sexo. 

El “Eslabón  perdido” de Oliveira, cuando se refiere a la carencia de una identidad de clase, en un sistema de clases, para el negro, también puede ofrecernos una explicación a esta ausencia de enfrentamiento declarado entre los sexos. La identidad de clase, como señala Elejabeitia, también se le ha negado a la mujer, cuando se le ha excluído de los medios de producción, y cuando no se conoce al otro, porque no tiene identidad, se termina por desconocerse a si mismo. No puede haber enfrentamiento cuando no hay reconocimiento del otro, del enemigo.

Llegada aquí la cuestión, nos podemos preguntar com Verena Stolke, ¿Sexo es para género como raza para etnicidad? Responde que  todos los movimientos racistas que toman seriamente en su ideología los elementos biológicos, pseudocientíficos, están obligados a atribuir importancia particular al papel procreador de la mujer...cuando la supremacía y la jerarquía sociales son implícita o explícitamente explicadas en términos de atributos naturales (raza, cualidad biológicamente transmitida), en vez de como producto de factores del medio ambiente (el acceso desigual a los medios de producción), la hereditariedad se torna una preocupación fundamental, y esto tiene consecuencias inmediatas para las mujeres” (Stolke, 1980: 81,117).

Lo que determina el control sobre la procreación en forma de control sobre la sexualidad de la mujer. Stolke continúa analizando la necesidad de observar que el problema no es la maternidad en cuento tal, sino las consecuencias que trae para la condición de las mujeres en la sociedad de clases. Así podemos ver que la capacidad procreativa de las mujeres debe ser controlada para perpetuar los privilegios de clase y nacionales con los raciales: si en el colonialismo a la mujer negra se le sometía a la promiscuidad para la reproducción de la mano de obra esclava, el capitalismo fomenta el control de natalidad mediante políticas de esterilización masiva de las mujeres de los sectores populares de los países “subdesarrollados”, mujeres pobres y predominantemente de las llamadas minorías étnicas, para regular el déficit de los medios de producción y estabilizar la dominación del sistema.

Stolke llega a la conclusión de que raza y sexo obedecen a categorías biológicas que no existen para sistematizar la diferenciación social, y afirma que “la característica decisiva a este respecto es una tendencia general a naturalizar la desigualdad social” (Stolke,1991:102).

Según Moore (1991), las feministas negras alegan que la cuestión de raza no es un aditivo, que la experiencia de la raza transforma la experiencia del género, y que plantea el problema de los enfoques que sugieren que las mujeres deben ser tratadas como mujeres, y sólo después diferenciadas según criterios de raza, cultura e historia.

Pero la cuestión de si pesa más la discriminación de raza que la de género constituye aún punto de polémica entre feministas y militantes del movimiento negro. Luiza Bairros (1987) constató en Salvador de Bahía una mayor competitividad para la ascensión laboral entre mujeres blancas y negras que entre hombres y mujeres blancos; hecho que le llevó a concluir lo que muchas mujeres negran sienten: que sexismo y racismo refuerzan combinadamente su subordinación, pero la raza es más eficaz que el sexo en la reproducción de la inferioridad social.

Ya con  anterioridad,  Louise Lamphere (1979) observó que  en los barrios de la clase obrera y de poblaciones negras de comunidades urbanas inglesas, tanto hombre como mujer, independientemente de su raza,  carecen de poder en la esfera pública. La gran diferencia es que los obreros -se entiende que blancos-  están la mayor parte del día ausentes de la esfera doméstica por causa de la larga jornada de trabajo, en cuanto los hombre negros encuentran solamente trabajos no especializados ocasionales, no consiguiendo cumplir con el papel de marido-abastecedor. Fenómeno que ayuda también a explicar la proliferación de las familias sustentadas por mujeres entre la población afroamericana.  

La reflexión sobre el desarrollo histórico de estos sistemas de dominación nos lleva a la observación de que  la dominación está relacionada con la negación del derecho a la diferencia biológica, cultural o religiosa (dominación de género y etnia) y la negación al derecho de la igualdad social (dominación de género, etnia y clase), y que esta dominación se ha expresado históricamente en términos masculinos.  Sin embargo, de esto no podemos concluir, como vimos  que la esencia de las relaciones sociales, si bien son de dominación y ésta predominantemente ha sido ejercida por hombres, sea machista en sí (Carmen Elejabeitia, 1980).

Si podemos concluir que el estudio de la antropología feminista sobre el origen de la dominación masculina obre nuevos caminos para la comprensión de esta esencia dominadora de las relaciones sociales, y que esta comprensión es necesaria para la construcción de una sociedad  verdaderamente igualitaria.

Reflexiones  iniciáticas sobre el Poder-Dominación[5]

En la reflexión que hemos hecho sobre el poder, no hemos analizado sus posibles significados,  entrando directamente a hablar de la dominación, una dominación que implica siempre superioridad de uno sobre el otro. No hemos hablado del poder que mueve montañas,  que sería el poder de potenciar, posibilitar, sino del poder que mueve seres humanos en el sentido de oprimirlos,  explotarlos, dominarlos.

En todo momento hemos sobreentendido el poder como dominación, partiendo del hecho de que las desigualdades sociales siempre implican relaciones de poder de unos sobre los otros.

Hemos visto como diferentes autores apelan a una psicología masculina de dominación  freudianamente “neurótica”: M. Mead habla de “inferioridad básica”, Beauvoir de “abuso psicológico original”, Amorós de “neurosis generada por el estrechamiento de las estructuras de parentesco” que con la prohibición del incesto crean el complejo de Edipo,  y Scott de “alienación sobre los medios de reproducción de la especie”.

En definitiva, podemos decir que sea cual sea la neurosis que lo motivó, todo un proceso cultural se desarrolló para el control de la reproducción humana a través de la prohibición del incesto, la exogamia y el cierre del círculo de parentesco que conllevó las leyes de la herencia, la creación de la familia nuclear patriarcal como célula de la sociedad y la división sexual del trabajo. Todos estos fenómenos significaron para la mujer la consagración generalizada a su condición de oprimida y subordinada Amorós, 1985). Así hemos entendido la relación de género como la primera relación de poder históricamente establecida.

Harris,  al igual que Poulaine de Barre, habla de una supremacia masculina determinada por las guerras. Foucault ve en las guerra el principal instrumento de dominación, y concluye que la guerra en definitiva ha sido una guerra entre razas.

Podemos presenciar la guerra entendida según Foucault la interpreta - no necesariamente como agresión física, sino como conflicto permanente, tensión entre las relaciones de fuerza que constituyen las mallas del poder – en todos los estamentos de las relaciones humanas: entre marido y mujer, padre e hijo, patrón y empleado, profesor y alumno,  Estado y sociedad civil, ama de casa y empleada doméstica... todos, en definitiva reclamamos y hacemos valer “nuestro derecho”:  ““un derecho singular, fuertemente marcado por una relación de propiedad, de conquista, de victoria, de naturaleza. Puede tratarse de derechos de nuestra familia, nuestra raza, derechos de nuestra superioridad o de la herencia, derechos de las invasiones triunfantes o de las ocupaciones recientes y efímeras”(Foucault, 1992:61).

La dominación patriarcal nunca ha sentido la necesidad de una declaración de guerra física para su dominio, como sí lo han sentido otros sistemas de dominación. Fanon también habla de ausencia de enfrentamiento abierto entre el blanco y el negro. Al respecto, Simone de Beauvoir observa que, a diferencia del esclavo y el proletario, a la mujer no se le puede considerar sólo por su capacidad productiva susceptible de ser explotada, ya que su función reproductora es tan importante como la productora, por lo que al hombre no le sería posible suprimirla como sexo. Atentar contra la mujer sería como atentar contra la vida misma, de ahí que la mujer sólo pueda ser “recluida” en sus funciones de reproducción como si éstas estuvieran desligadas de la producción.

Hemos dicho que la dominación se ha basado en la negación del derecho a la diferencia y la creación de diferencias sociales para negarles el derecho a la igualdad social.  De hecho la libertad de la polis griega  democrática de Aristóteles se asentaba  en el trabajo servil de los esclavos y las mujeres, que eran realmente quienes liberaban a los ciudadanos de la sujeción a la satisfacción de las necesidades materiales, disponiendo así de tiempo para cultivar el espíritu de libertad que exigía su condición de ciudadano.

Desde entonces, la cultura, fundamentalmente la cultura occidental,  ha caminado hacia una libertad que predica igualdad al mismo tiempo que se sustenta  en la opresión y la utilización del otro, del diferente. El modernismo ilustrado europeo, que habla de igualdad para todos excluyendo a las mujeres y minorías étnicas, se erige como poseedor de la libertad, y erige ésta como valor universal, gracias a su dominación colonial y capitalista. Con el imperialismo,  los países “libres”  -Estados Unidos y Europa  Occidental - se autorizan a desplegar guerras en nombre de la democracia..

Concordamos con Stolke que la dominación ha sido más fácilmente legitimada cuando hay de por medio diferencias, ya sean biológicas, culturales o religiosas. Pero, porqué la necesidad de dominación?

Los marxistas analizaron  el poder-dominación en términos de explotación y, en ese sentido  obedece a una necesidad de acumulación de riquezas que bien explica la desigualdad de clases. Cabe preguntarse,  con Foucault, si  la dominación obedece sólo a motivos de ambición económica.

Para Weber, la dominación se da en función de la probabilidad de encontrar obediencia. Eso quiere decir que,  para que se desarrolle una actitud de dominación, tiene que haber otra de sumisión. O sea, si consideramos la historia de la humanidad como una historia de dominación, también es una  historia de sumisión.  

Aristóteles creía que la relación de dominación se establece naturalmente donde existen pueblos serviles. De hecho, creía que ciertos pueblos  -los bárbaros- nacen para la servidumbre. 

Teresa Sales,  analizando la cultura política brasileña en términos de relaciones de mando y servidumbre,  recuerda el sadismo del señor y el correspondiente masoquismo del esclavo en las relaciones de la casa grande y la senzala descritas por Gilberto Freire, concluyendo que “la pobreza del brasileño no es un estado que tenga que ver sólo com sus condiciones económicas. Tiene que ver igualmente com su condición de sumisión política y social”(Sales, 1994:34).

Para Fanon,   “el blanco, esclavo de su superioridad, el negro, esclavo de su inferioridad, ambos tienen un comportamiento neurótico” (1952:51)

También cuando Engels explica la formación del Estado, nos dice que su poder no es un poder impuesto, sino producto de la sociedad y su desarrollo civilizatorio. Pero cómo surge esa relación dominadores-dominados? quienes “inventan” a quienes? Considerando, con Foucault, que la historia ha sido siempre contada desde el punto de vista de los dominadores, no será que el dominado es un producto del dominador?

Sartre, en su “Retrato del colonizado”,  afirma que son las prácticas colonizadoras de los colonos las que construyen el estereotipo del  colonizado (en Amorós, 1991).

Amorós  observa que “la percepción de los dominados por parte de quienes detentan el poder ostenta siempre algunas dosis de paranoia...no hay fábrica de esencias, de realismos de los universales, más fecunda y potente que la paranoia” (1991:186). 

Será entonces que, entre sadismos y masoquismos, entre neuroticismos y paranoias y la esquizofrenia de una cultura que ha alzado como valor universal una libertad construida sobre la opresión, el desarrollo de la humanidad está inmerso en un proceso enfermizo?

La gran contribución del  psicoanálisis para la comprensión de las contradicciones del ser humano es su estudio sobre los mecanismos de represión como arma de dominación necesaria para el control del ser civilizado sobre sus instintos y su adaptación a la norma culturalmente impuesta. Existe toda una corriente feminista que ha utilizado el psicoanálisis para explicar la dominación de género fundamentándose en el complejo de Edipo, pero puesto que no podemos afirmar que sea un fenómeno que se da en todas las culturas, preferimos optar por explicar la dominación  patriarcal como forma de los hombres de compensar su “inferioridad básica ante la magia de crear seres humanos”, según interpretación  de Margaret Mead; o “su alienación sobre los medios de reproducción”, como argumenta Joan W. Scott.

El poder-dominación se manifiesta y transforma en múltiples formas, por lo que precisa ser analizado desde nuevos ángulos que lo abarquen en su complejidad. En los términos que lo interpreta Foucault,  ofrece cuestiones muy incitadoras para la reflexión:  “El poder  no es algo que se divide entre los que lo detentan como propiedad exclusiva, y los que no lo tienen y lo sufren... nunca está localizado aquí o allí, nunca está en las manos de alguien, nunca es apropiado como una riqueza o un bien. El poder funciona y es ejercido a través de una organización reticular. En sus mallas los indivíduos no sólo circulan, sino que también están puestos en la condición de sufrirlo o ejercerlo”(Foucault, 1992:39).

Esta interpretación nos parece la que más responde a la actual metamorfosis del poder, desde el momento en que el poder se potencia con  su distanciamiento; de ahí que la sociedad se hizo menos igualitaria conforme la cultura iba separando la esfera pública de la doméstica. El poder de dominación en la familia nuclear recaería sobre el más ausente: el hombre.  Para Engels, el poder del Estado, para sustentar las contradicciones que la propia sociedad genera en su lucha de clases, precisa colocarse por encima y cada vez más distanciado de ella. El imperio colonial también ejerció su poder en la distancia, y el éxito del imperialismo se basa en el abismo que crea entre el Norte y el Sur. A través del distanciamiento entra en un proceso de invisibilidad a partir del momento en que  las guerras físicas dejaron de protagonizar la historia, con la institución del poder soberano y jurídico creador de las leyes que establecieron el orden del poder estatal. 

El máximo poder de la actualidad es el poder financiero, que disuelve los Estados-nación, no tiene nacionalidad y aparentemente no está en ningún lugar. Es el poder que “explota y oprime no por el uso de la acción directa, sino simplemente ignorando, dejando de intervenir”(Forti, 1999:54), o sea,  “invisibilizándose”. Es el poder disciplinario de Foucault, la dominación tecnocrática de Haraway, que comanda el mundo de la posmodernidad. Todos/as vivimos en una sociedad democrática,  aparentemente igualitaria y sin discriminaciones de género, raza o clase, pero todos/as hemos interiorizado el poder disciplinario que nos hace someternos y someter a los otros a  la norma. En la norma continúan rigiendo los valores de la cultura occidental diseminados por el hombre blanco propietario.

Nos cabe, pues, una reflexión más profunda sobre la esencia dominadora del poder, que requiere ya no sólo una deconstrucción de la historia en sus opuestos binarios (masculino/femenino, blanco/no blanco, público/privado, razón/emoción, Norte/Sur...), sino de nuestra propia subjetividad: cómo cada una de nosotros hemos interiorizado el poder, como cada uno de nosotros reproducimos la dominación y la sumisión. En ese sentido concordamos plenamente con Foucault cuando afirma que no es más en los sistemas dominadores donde debemos buscar y combatir las tácticas de dominación, sino en nuestra cotidianidad concreta: nuestro entorno inmediato, la familia, el centro de trabajo, la escuela, la universidad, el hospital, ect.. Porque aunque hayamos presentado al hombre blanco y propietario como protagonista de la historia de dominación, todos/as somos potencialmente dominadores y dominados. Todos/as estamos implicados en la malla reticular que son las relaciones sociales donde unas veces dominamos y otras nos sometemos,  reproduciendo la cultura de mando y servidumbre, dominación y sumisión, que históricamente han construido las relaciones humanas.

El movimiento feminista, como los movimientos sindicalistas, indígenas y negros, precisan cuestionar su relación con el poder. Las mujeres, por un lado, al no querer reproducir los padrones-estereotipos de poder autoritario ejercidos por los hombres, tienen miedo de asumir cargos directivos. Por otro lado, cuando asumen cargos directivos, con frecuencia también asumen los valores masculinos en su comportamiento. El poder tiene que dejar de ser ejercitado como dominación para ser practicado como potencialización, poder de posibilitar un igualdad de oportunidades para elegir caminos diferentes.

Las nuevas estrategias de acción han de partir de una revisión de las relaciones con el nuevo poder hegemónico de la tecnología informatizada y la economía globalizada del mundo posmoderno. En el mundo de la posmodernidad, que resalta las diferencias por encima de la universalidad, la pluralidad por encima de la uniformidad, donde el ser humano, despojado de ideologías y del aval de la razón, sólo le resta enfrentarse a sí mismo, las mujeres, y más aún las mujeres del sur, que tradicionalmente fueron despojadas de todo, tienen muchas potencialidades que manifestar y muchas responsabilidades para transformar la realidad y enriquecernos, en lugar de destruirnos, con el poder-potenciación emancipador de la pluralidad que emana de la diferencia. Como hace mucho tiempo nos dijo Hannah Arendt (1981:16): “La pluralidad es la condicion de la acción humana, por el hecho de ser todos los mismos, seres humanos, sin que nadie sea exactamente igual a cualquier persona que haya existido, exista o vaya a existir”

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[1] Investigadora visitante por el CNPq en el NEPOL (Núcleo de Estudios sobre Poder y Organizaciones Locales) de la Escuela de Administración de la Universidad Federal de Bahia (UFBA)

[2] no disponemos de espacio para entrar en el tema, y utilizaremos el ‘temrino patriarcado, introducido por Weber, para referirnos a la dominación masculina en general.

[3] Hasta la propia palabra refleja sentimiento de inferioridad del complejo de superioridad del blanco, al llamar minorías a unos pueblos que son mayoría.

[4] Publicado en Cuadernos Äfrica-América Latina, n 33. Sodepaz, Madrid, 1999

[5]Nuestra conclusión es la necesidad de seguir reflexionando sobre el poder. Queda pendiente, para un trabajo próximo un estudio teóricanalítico del poder y sus significados , y una polémica más profunda sobre las cuestiones e incógnitas aquí colocadas que, dada su enorme complejidad, precisan del  madurecimiento que todo debate y crítica constructiva aporta.