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Grupo de Trabalho 4
Ruptura Del Orden Familiar Y Construcción de Identidades Femeninas (El Mundo Hispánico Del Setecientos) 

María José de la Pascua[1]

 

 El avance en el reconocimiento de la complejidad y la diversidad de parámetros que relacionan al individuo con la estructura social en la que se halla inserto, ha tenido como resultado la ampliación de la gama conceptual de “identidad” a campos que, por un lado, subrayan la flexibilidad y movilidad de las identidades y, por otro, insisten en el papel de los sentimientos y las emociones en la construcción de las mismas. A la tradicional preocupación por este tema de la Antropología social y cultural, se une entonces el de la Historia, más concretamente el de la historia sociocultural, y la Psicología que ven en el análisis de la formación y mutación de las identidades un camino expedito para la profundización en la construcción del sujeto como individuo social y de las patologías que esta dualidad (individuo-social) suscita.

Pero el individuo no es uno, ni clónico; las diferencias que generan la sucesión de individualidades dentro del grupo son amplias y vertebran la formación de identidades distintas, matizadas, dispersas y fragmentadas. Ha sido el  feminismo, como proceso teórico generador de pensamiento crítico, el que se ha encargado de subrayar la inexistencia, durante muchos siglos, de un proyecto de identidad femenina -al menos de una identidad en la que el sujeto participe con una autorrepresentación reflexiva y crítica-. De igual forma, una de las categorías conceptuales de mayor difusión en los Estudios de las Mujeres durante las décadas 80 y 90, la de género, se ha esforzado por identificar los espacios y tiempos de una determinada construcción cultural de la “feminidad” a partir de un modelo unitario de identidad masculina (el que le reconoce y adjudica la ideología patriarcal). La identidad femenina resultante de este proceso, no es tal; sino, en todo caso, un rol funcional que se agota en la complementariedad de la identidad socialmente importante, la masculina.

Sin embargo tampoco esta identidad femenina subordinada es un universal, es el proyecto de una estructura social patriarcal que, efectivamente, ha sido y es longeva, pero que carece, como cualquier otro proyecto de identidad, de la virtualidad de una transposición directa al día a día. A menudo, se hace derivar en exclusividad las identidades femeninas de discursos normalizadores en gran medida de procedencia masculina y clerical. No voy a discutir el peso de los discursos en la modelación de un habitus concreto, sino que pretendo insistir en la importancia que tiene la reflexión personal sobre unas determinadas experiencias de vida en los procesos de identificación y en los cambios y reformulaciones que tienen lugar en las identidades asignadas por el colectivo. El proceso de apropiación de modelos de comportamiento y de las ideas y creencias de una determinada cultura, es un proceso de interacción del sujeto y los valores del grupo, y por tanto, en gran medida un proceso de reelaboración de las conductas pautadas. En él encuentra eco el grupo -reconocimiento de estatus y consideración personal a partir de lo que llamamos identidad social y pública- pero también la propia experiencia y la voluntad (autoconcepto e imagen). Lo fundamental, así pues, es captar, de todo el conjunto de valores y pautas, las que son relevantes para los distintos individuos y, por tanto, cuáles les sirven para significarse y representarse a sí mismos. Y para ello, es preciso abandonar el terreno de la formación discursiva hegemónica y descender, en un marco de análisis microsocial, al estudio de las prácticas en los distintos ámbitos de socialización y aprendizaje.

Uno de estos espacios, en el que mi investigación se sitúa es la familia. También ha sido desde el campo de la antropología, y más específicamente, de la antropología feminista, desde el que se ha destacado la relación entre género y parentesco. El parentesco como sistema de símbolos y ritos alrededor del hecho reproductivo ha vehiculado los contenidos de lo masculino y de lo femenino, dotando a esas construcciones culturales de medios de pervivencia y reproducción muy poderosos. No hay más que recordar la importancia de las leyes de herencia, las prácticas sucesorias y de transmisión de bienes en la comunidad doméstica o las alianzas matrimoniales, para reconocer que el género y el parentesco se construyen mutua e inseparablemente. Pero la familia, en los siglos modernos, es algo más que un ámbito de reproducción ideológica patriarcal (lugar en el que se aprenden identidades masculinas y femeninas de género); es, por ello mismo, un espacio conflictos, y como tal, de deslegitimación y resignificación de los proyectos de identidades nacidas del discurso hegemónico. El análisis, en un contexto de ruptura del orden, de las contradicciones entre discursos y prácticas, y el estudio de las nuevas prácticas surgidas ante situaciones de conflicto, me ha permitido, para un grupo de mujeres abandonadas por sus maridos en el Cádiz del XVIII, visualizar un proceso de identificación propiciado por la construcción de imágenes alternativas de sí mismas.

Lo que sigue es parte de una investigación más amplia que ya ha sido publicada[2]; concretamente la que estudia las demandas, ante el Provisorato del Obispado de Cádiz, de 348 mujeres -sólo contamos con la de dos hombres- con maridos ausentes. Estas fuentes, llamadas “requisitorias para reunir matrimonios” o, más brevemente, “requisitorias a Indias” (la mayoría de los ausentes estaban en la América Española), nos sitúan en los intersticios que, a modo de grietas, se iban abriendo, día a día, en la construcción sociosimbólica del patriarcado, en un contexto socioeconómico -fuerte migración masculina y abandono del hogar por parte del cabeza de familia-  propicio para una reformulación de los roles femeninos en el hogar.

Dedicaré a las fuentes unas palabras, a fin de hacer inteligible la línea argumental que me llevará a defender la existencia, en el grupo de estas mujeres, de un proceso de identificación propio como alternativa a la identidad asignada. La pertinencia de estas fuentes deriva de su propia razón de ser que encuentra justificación en el incumplimiento de un contrato matrimonial formulado en clave patriarcal. La quiebra de los términos del contrato por parte de un cabeza de familia ausente, hace que las mujeres se vean en la necesidad de suplir a aquel en las funciones familiares básicas (alimentar y educar a los hijos, cuidar de sí y, algo fundamental, representarse a sí mismas ante la ley y la sociedad sin mediación del marido). Esta asunción de funciones implica una ruptura con el modelo de dependencia en el que han sido socializadas y, como contrapartida, una asunción del paradigma de autonomía que la cultura renacentista sólo había adjudicado a los hombres. En segundo lugar, estas fuentes son válidas porque en ellas hablan las mujeres. Aunque hablen a través de un procurador, aunque sus palabras estén envueltas en el lenguaje de un secretario de la Curia, aunque se expresen a través de un discurso que nace viciado -utilizan los argumentos que saben socialmente convenientes-, hay en las mismas una valoración de su experiencia y una valoración de su palabra. Aún más, hay un relato de la propia vida y es, justamente, contándose a sí mismas como adquieren una identidad[3].

En la esfera de la vida privada las mujeres solas van a desarrollar la conciencia de la injusticia de la situación en que viven[4], y esta conciencia latente que todas las mujeres poseen al vivir en el seno de una familia patriarcal despertará con la experiencia de una situación de abandono, llevándolas a una percepción del otro, del ausente, distinta de la que tenían. De primera autoridad familiar, estos maridos, pasarán a ostentar la posición de “fugados”: de sus obligaciones, de sus responsabilidades, y hasta de la justicia, desarrollándose, paralelamente una autopercepción que pasa por un reforzamiento del papel que la esposa ostenta en la comunidad familiar. A partir de la experiencia personal, construirán una “teoría” sobre la disfuncionalidad del sistema familiar, al evidenciar y nombrar las paradojas de un discurso que al materializarse cotidianamente se niega a sí mismo. El cabeza de familia es, según el orden simbólico y jurídico que gobierna la comunidad doméstica, el responsable de la alimentación y cuidado de la esposa y la prole; una prole que sólo depende de su autoridad ejercida a través de la patria potestad. La esposa, por el contrario, no sólo carece de patria potestad sobre sus hijos, salvo en el caso en que su marido se la encomiende y siempre vigilada por el juez de menores, sino que no puede representarse a sí misma ni tiene posibilidad de actuación -sobre sus bienes, trabajo...- sin permiso de su esposo. Y es el caso que este discurso convertido en ideología, divulgado en iconos a través del teatro y de la literatura moral y cristalizado en el derecho de familia, no se corresponde con las prácticas, no encuentra materialización en la vida real de mujeres con marido ausente. Ellas se encargarán de evidenciarlo al narrar su historia que es una historia de abandono, pero también de asunción de todas esas funciones que han quedado vacantes.

A partir de sus relatos, yo he seguido como dirección metodológica el mismo camino, procurando deshacerme de filtros ideológicos y discursos dominantes para llegar a una comprensión histórica de su realidad de “mujeres solas”.

 

Prácticas de vida, juicio discursivo e identidad. 

Aunque la identidad no se forja en la experiencia vital sino en el juicio discursivo sobre esa experiencia[5], trataré de delimitar los distintos campos en los que las experiencias de estas “mujeres solas” se enmarcan, para proceder después al análisis de la reflexión que su situación les arranca.

La primera experiencia y la primera valoración nace de la dificultad de supervivencia. Dificultad a la que muchas están acostumbradas; los hogares dirigidos por mujeres abundan más en situaciones de indigencia económica o de economías escasamente desarrolladas. En el caso que nos ocupa al déficit estructural de la economía española en los tiempos modernos, manifiesto en un estrangulamiento de los sectores productivos con abundantes áreas rurales que expulsaban población, se unía la fuerza de atracción que la realidad iberoamericana ejercía como “tierra de promisión”. Procesos ambos -uno material, el otro con fuerte componente simbólico- que dieron origen a una constante corriente migratoria de personas que cruzaban el Atlántico en busca de fortuna. Éste parece ser el argumento más generalizado en el colectivo que estudiamos; la necesidad de “mejorar de suerte”, de “buscarse la vida”, de “adquirir fortuna” son las motivaciones que más se repiten junto a alusiones sobre la decadencia de los tiempos y las dificultades económicas. Ésto es, al menos lo que los ausentes comunicaron a sus mujeres cuando les comentaron sus proyectos de viaje. Lo hicieron, sin duda, en la convicción de que sus esposas lo encontrarían razonable, pero también en la seguridad de que compartían con ellos el proyecto de identidad masculina característico de la sociedad patriarcal, según el cual eran responsables del bienestar material de los suyos.

Efectivamente, el perfil ocupacional de estos emigrantes nos confirman, para la mayoría, situaciones económicas familiares claramente deficitarias. Sólo para 138 casos tenemos noticias sobre la profesión en la que estos maridos se ejercitan, lo que nos aporta una primera evidencia: más de la mitad de la muestra está integrada por emigrantes sin oficio conocido, y sobre los que es fácil suponer marchaban a trabajar en lo que saliera. Por lo que se refiere a los identificados, casi las tres cuartas partes integran el sector terciario, con especial protagonismo de los subsectores de navegación comercial y de guerra, comercio y administración y ejército, grupos que se reparten casi al tercio los contingentes englobados en el sector. Un perfil, pues, claramente coherente con lo que el espacio económico colonial demandaba, aunque no hay que descartar tampoco que muchos de los que pasarán a formar parte de la navegación comercial y de guerra, así como del subsector comercio, lo harán unos como forma de viajar y otros como fórmula de dedicarse a algo. Muy pocos de los maridos ausentes de nuestra muestra viajaron para dedicarse en tierras americanas a trabajar en el secundario, y muchos menos los que fueron a ocuparse en tareas agrícolas. La percepción más clara que nos queda después de leer lo que estas mujeres nos dicen de sus maridos es que ellos no van a las Américas a ejercer de carpinteros, barberos o mercaderes, sino a “ganar fortuna” y, para ello, a dedicarse a aquello que más oportunidades les ofrezca. Aun así, y a pesar de que la mayoría de estos hombres se fueron porque carecían de porvenir en la tierra que les había visto nacer[6], su marcha empeora la situación económica de su familia.

Sobre 170 mujeres que detallan su situación económica, 169 se declaran en situación de pobreza. Pobres de solemnidad, pobres mendicantes, pobres a expensas de familiares, pobres simplemente. Pero la pobreza no se agota en estas mujeres que dan detalles, se la puede seguir también en esas 133 mujeres que callan lo obvio. Abandonadas por sus maridos y sin formación profesional alguna, la posibilidad de acceder al mundo del trabajo era muy limitada. Las 33 mujeres que nos hablan de su trabajo nos ayudan a comprenderlo: criadas, lavanderas, amas de cría, costureras, alguna vendedora ambulante..., trabajos que no son valorados socialmente, sin cualificar[7], duros y mal pagados[8]. Ante la escasa valoración social del trabajo femenino[9], no es extraño que ellas vean este trabajo propio como una esclavitud[10]. Pero no podemos sacar conclusiones erróneas. No es que estas mujeres no valoren ningún trabajo; no valoran aquellos a los que ellas, en su calidad de trabajadoras no formadas, de trabajadoras secundarias, tienen acceso. La prueba de esto último la encontramos en otros testimonios, también de mujeres con maridos ausentes, y cuyas trayectorias de vida conocemos a través de otras fuentes. En estos casos, mujeres con salidas profesionales más airosas, se muestran orgullosas de lo que han conseguido, y dispuestas a defender lo que es suyo[11].

Estos últimos ejemplos de mujeres que han logrado, por ellas mismas, una situación económica desahogada o una profesión que les permite ser autónomas, nos hablan de un cambio o, al menos una percepción distinta, de las relaciones con la propiedad de los bienes. Éstas advierten que lo que tienen es sólo suyo, y tratan de separar a sus maridos del derecho que pueden tener a ellos como procedentes del trabajo personal y, por tanto, pertenecientes a la comunidad de gananciales. Expresando este razonamiento cuestionan, de hecho, tanto el régimen legal de la comunidad doméstica, según el cual su marido tendría derecho a la mitad de los gananciales, como las leyes 54 y 55 de Toro sobre la necesidad de licencia marital para actuaciones económicas por parte de la mujer casada[12]. Pero las otras, las que no han tenido tanta fortuna y reclaman el regreso forzoso de sus maridos, también evidencian los perjuicios de una determinada organización de la economía conyugal que adjudicaba al esposo la administración de los bienes de la esposa. Al reclamar unos bienes que sus maridos han llevado consigo -bienes dotales o parafernales- o su parte en las ganancias que éste ha tenido en el tiempo de la ausencia, están expresando la voluntad de una relación directa -sin intermediario tutelador- con sus propiedades o derechos económicos y, en ese sentido, cuestionando la “incapacidad”[13] que las leyes suponían en la mujer casada.

Aunque son muchos los ejemplos que puedo citar de una y otra reclamación, prefiero utilizar la demanda de Juana Pérez, una mujer a quien la experiencia arranca reflexiones muy lúcidas sobre su situación y posibilidades. Dice Juana que aunque podría usar del derecho que tiene a reclamar a su marido una pensión, no lo hace porque está segura que sólo la remitiría los primeros meses, para luego huir a otras tierras, cambiar de nombre y seguir sin cumplir con sus obligaciones para con su familia. Por ello quiere que se proceda “inmediatamente a embargar a dicho mi marido todos sus bienes, de los cuales se haga un balance, y la mitad de éstos, así como del dinero existente que se le encuentre, se remita con toda seguridad a esta plaza a mi consignación, reduciéndose a dinero para su fácil remesa”[14]. Como Juana, otras piden el embargo de los bienes que el ausente ha ganado en las Indias[15], o bien que éstos permanezcan en prisión hasta que ofrezcan garantías del envío de los mismos[16].

Hay, por tanto, un sentido de la propiedad, al tiempo que la percepción de las grandes dificultades existentes para alcanzar una autonomía material. Es cierto que ellas se declaran acreedoras de una pensión alimenticia y que insisten en la obligación que su marido tiene de mantenerlas pero con ello, desde mi punto de vista, no están reforzando una identidad de “dependencia”, sino desarrollando “su” identidad. Identidad de “mujeres solas”, identidad fragmentada hecha de discurso patriarcal, pero también formada desde la reflexión propia sobre lo injusto de su situación y desde la capacidad crítica. Han valorado sus condiciones materiales, pero también sus posibilidades y sus derechos, y por ello, exigen la parte de los bienes que les corresponden a ellas y a sus hijos. El abandono, circunstancia común a todas, ha estado en el origen de su nueva autopercepción, pero ésta no se queda ahí, en la conciencia de “mujer abandonada”, sino que es sólo un rellano desde el que van alcanzando, escalón tras escalón, experiencia tras experiencia, una identidad razonada; la de mujeres que están solas, y algunas, así lo explicitan, que quieren seguir estando solas[17].

Pero además de este sentido de autonomía material, aunque sea a partir de la constatación de las dificultades de alcanzarlo, el proyecto de identidad al margen avanza por los cambios de relaciones en el interior de la familia, por el creciente poder de negociación que, como únicas responsables reales de sus hijos, estas mujeres tienen. Los hijos, con una presencia en casi el 40% de estos hogares con el padre ausente, son acreedores de unos bienes y derechos que estos padres les están usurpando y, por tanto, son en sí mismos pruebas justificatorias de las demandas que contra los ausentes se emprenden. Nos interesa, sobre todo, subrayar el papel que estas mujeres asumen de defensoras de los derechos de sus hijos, de responsables de su tutela y bienestar, pasando a desempeñar la responsabilidad de la potestad patria frente al individuo al que el derecho, justamente, otorga dicho poder. La contradicción en este sentido es tan evidente que algunas de estas mujeres no pueden menos que reclamar la intervención de la justicia “con temperamento”, para garantizar la vuelta a la legitimidad[18].

El amplio intervalo temporal sin ejercicio de responsabilidades paternas[19], la ausencia total de muestras de interés o de afecto[20], la indiferencia ante las enfermedades, la necesidad y el desamparo más absoluto[21], e incluso las noticias sobre la existencia de otros hijos[22], hace que no veamos en esta documentación una imagen sublimada del padre ausente. Por el contrario, a través de las cartas que algunos de estos hijos que han ido a buscar a sus padres remiten a sus madres, se puede percibir una actitud hacia ésta de enorme respeto y cariño, y, al contrario el deterioro implícito de la imagen del padre. Si echamos mano de ellas vemos a un padre preso de una loca pasión, sin capacidad volutiva[23], que no contesta a los ruegos y peticiones de ayuda[24] y que ha olvidado completamente sus obligaciones para con sus hijos legítimos[25]. Frente a esta imagen de un padre que han perdido el sentido de la realidad, los hijos reconocen en sus madres la capacidad de dar respuesta y decidir. Así recomendarán a su madre posibles tácticas a seguir y se declararán colaboradores en la defensa de los intereses de la familia[26]. Este último aspecto merece la pena ser destacado porque en estos testimonios de relaciones madres-hijos vemos como éstas son respetadas, obedecidas y amadas. La figura materna se encuentra revestida de autoridad y amor. En este sentido, algunas  cartas son reveladoras, mostrándonos el papel fundamental que estas mujeres juegan en sus respectivas familias[27].

Pero hay un ámbito más que puede definirse en el proceso de autoidentificación de estas mujeres. Me refiero a la autonomía afectiva resultado de la desvinculación emocional que se percibe claramente en la mayoría de los casos de nuestra muestra. Es justamente este desasimiento afectivo el que va a propiciar el nacimiento de una imagen autónoma de sí misma y sustentar, a la par que estrategias de actuación, un juicio discursivo en el que cabe una autorrepresentación como “mujer sola”. En este aspecto las fuentes silencian más que expresan; en sus relatos, los sentimientos, aunque sean los de abandono, juegan un papel secundario frente a la trascendencia de las consecuencias familiares y sociales del incumplimiento del contrato marital. No obstante, es posible identificarlos; incluso trazar la secuencia de aparición de emociones como la tristeza, el miedo y el abandono, hasta llegar a la decisión de exigir la intervención de la justicia para reivindicar los propios derechos. Al respecto, el escrito dedemanda de Gertrudis de Ulloa, con marido ausente en Santa Fe, resulta clarificador cuando refiere cómo pasó de la tristeza inicial al convencimiento de que su tolerancia y su resignado sufrimiento no conducían a nada y que era preciso “aplicar mi celoso desvelo a reparar en lo posible los quebrantos que por ella -la mala versación de su esposo- se le siguen”[28]. Es en este “en lo posible” donde creo encontrar una clave explicativa sobre las motivaciones reales de estas mujeres al iniciar un trámite lento y arriesgado como era la requisitoria. Ellas saben que no hay vuelta atrás: los años transcurridos, la misma situación de abandono en la que la familia ha estado, incluso las nuevas relaciones establecidas en el lugar de radicación por estos hombres, no lo permiten. Pero queda todavía una posibilidad de que la justicia se restablezca asegurando el derecho a unos bienes que deben ser considerados de la comunidad doméstica. Salvo algún caso concreto en que se explicita que están dispuestas a recibir a su marido, o que aún le ama[29], la demanda de regreso forzoso de estos maridos ausentes es un eufemismo que recoge objetivos más plausibles como el restablecimiento de la comunidad de bienes (gananciales, legítima), la recuperación de los bienes usurpados en su caso (dote y parafernales), o el logro de garantías legales de libertad para emprender una nueva vida. La peticicón de regreso no implica, desde mi punto de vista, la de restauración de la vida en común sino que puede inscribirse dentro de un contexto de juicio reflexivo sobre las posibilidades de actuación y la reivindicación de sus derechos. De ahí, de ese juicio reflexivo sobre sus circunstancias y posibilidades de actuación, derivan las distintas peticiones que se realizan bajo el paraguas de la requisitoria. La exigencia de una pensión ganada en los juzgados[30], de la asistencia para alimentos que el marido le niega[31]; la reclamación de los propios bienes[32] o de aquellos a los que tienen derecho[33]; el seguimiento de un proceso de divorcio interrumpido por la marcha del cónyuge[34], o la fe de viudedad y el cobro de los bienes si el marido ha fallecido[35]. Y es en el repaso de los argumentos a presentar ante el juez eclesiástico, al contar su vida de abandono, al relatar la secuencia de una existencia trenzada al margen de un proyecto identitario aprendido, cuando estas mujeres dan cuerpo a una nueva identidad de la que su marido no forma parte, no al menos como parte sustancial. No estaban preparadas para asumir un proyecto de vida autónoma, pero ante la quiebra del orden previsible, de las relaciones conocidas, de los papeles aprendidos, han tenido que improvisar otros. Ahora, perciben que esos papeles improvisados, ejercidos durante largos años, son los que saben hacer, los que quieren hacer y esta identidad, la de “mujeres solas” es ya una identidad asumida.

 


[1] Doctora en Historia y profesora de la Universidad de Cádiz. Libros publicados: Actitudes ante la Muerte en el Cádiz de la primera mitad del siglo XVIII. Cádiz, 1984; Vivir la Muerte en el Cádiz del setecientos (1675-1800). Cádiz, 1989; Mujeres Solas: historias de amor y abandono en el mundo hispánico. Málaga, 1998.

[2] Mujeres solas: historias de amor y de abandono en el mundo hispánico. Málaga: Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 1998.

[3] La trama confiere unidad e inteligibilidad a través de la síntesis de lo heterogéneo (Fina BIRULÉS, “Hannah Arendt: modernidad, identidad y acción”, M. VILANOVA, Pensar las diferencias. Barcelona: Universidad de Barcelona, 1994, pp.21-29, p.27).

[4] En todas y cada una de las demandas se expresa de forma diversa esta conciencia. Desde la reflexión en primera persona de Mª Josepha Corte, con marido ausente en Nueva España: “Y no siendo justo esté yo a la inclemencia sin tener quien me mantenga, y él con poco temor de Dios Nuestro Señor gastando todo cuanto ha adquirido en fiestas y pasatiempos sin atender a las obligaciones de su estado”  (Archivo Diocesano de Cádiz -A.D.C.- Requisitorias, Libro 1854, A.1733), hasta la advertencia sobre el desorden social implícito en la pérdida del monopolio de función, de Mª Carmen Casas “no parece regular esta versación y que los hombres deliveren contraher obligaciones para hacer luego fuga y abandonarlas” (Ibídem, L.1856, A.1778), pasando por la valoración más peliaguda de una justicia y unos jueces que son despreciados por los ausentes como en el caso de María Suárez: “...porque estas circunstancias dimanan del poco temor que tiene a Dios y a la justicia”(Ibídem, L.1854, A.1728).

 

[5] La identidad es definida como categoría cognitiva que describe la forma en que los acontecimientos son subjetivamente organizados (experimentados, interpretados, juzgados) (D.R.MILLER, “The personality as a system”, R. NARROLL Y COHEN (Eds.), A Handbook of Method in Cultural Anthropology. New York:Columbia University Press, 1973).

[6] Así lo expresan algunos de estos emigrantes en cartas que dirigen a sus mujeres: Juan Tromeza, ausente en San Gil, recrimina a su esposa el que haya puesto en marcha el proceso de repatriación forzosa con el argumento siguiente: “e tenido por mucho gusto tu pedimento que as echo, pensando vos que con ello has puesto una bandera en Flandes, que has solicitado el que ayga de ir preso a tu presensia, lo que no esperaba de vos sabiendo que de esa ciudad no saqué ni aún medio real, que a fuersa de mucho trabaxo y enfermedades me ha dado Dios quatro reales para me poder mantener y darte de comer...” (A.D.C. Requisitorias, Libro 1855, Año 1756). Por su parte Alonso Díaz, ausente en Tenerife, utiliza este argumento cuando expone al juez las dificultades que tiene para volver al domicilio conyugal: “que el transportarme yo a dicha ciudad -se refiere a la de Cádiz- es ir a padecer y todos los de mi familia, por la ninguna conveniencia que allí tengo y que aquí por mi oficio de carpintería más bien podemos pasar con otro descanso” (Ibídem, L.1855, A.1751).

[7] Juana Fernández durante los 19 años que su marido lleva ausente y con el fin de buscarse la vida, dice que “me a presisado sugetarme a qualesquiera travajo que me a salido” (Ibídem, L.1855, A.1755).

[8] Tomasa Gómez, a falta de socorros por parte de su marido ausente, se ha visto “rodeada de muchas fatigas y trabajos, sin tener con qué alimentarme, si no es con el corto trabajo de lavar con las manos”. Tomasa añadirá que con él no obtiene lo suficiente para alimentarse (Ibídem, L.1856, A.1760).

[9] Este hecho arranca a Juana Pérez una lúcida reflexión. Después de confesar que ella y su hija tienen que trabajar para salir adelante, añade que como “trabajo de una mujer apenas alcanza para comer miserablemente y siempre desnudas” (Ibídem, L.1857I, A.1790).

[10] “incesante trabajo” (Ibídem, L.1856, A.1774), “continuada tarea de costura” (Ibídem, L.1856, A.1770) o, como afirma Juana Rita de Huertas “esclavituarse a servir” (Ibídem).

[11] Catalina Mª Foogt tenía una tienda de encajes y ropa. En su testamento declara que aportó a su segundo matrimonio por dote 600 pesos; su marido se llevó, cuando se fue a Indias, su capital, dejándola sin dinero para su manutención, así que lo que tiene ahora es sólo suyo (Archivo Histórico Provincial de Cádiz. Protocolos, Legajo 4246, A.1700, fols. 28-31). Ana Florencia de la Torre dice que su marido se marchó después de que hubieran consumido su dote; en la actualidad ella tenía 300 pesos dados a riesgo en la última flota y la ropa de su uso (Ibídem, L.2540, A.1725, Fols. 295-298), y Ana de Espino, con marido en paradero desconocido, advierte que todos los bienes que tiene son suyos (Ibídem, L.4425, A.1675, fols.660-662), lo mismo que Margarita Laloy, que dirige y administra una tienda de la Compañía de Simón Gily (Ibídem, L.4480, A.1750, fols. 550-551).

[12] COLLANTES DE TERÁN DE LA HERA, Mª José: El régimen económico del matrimonio en el derecho territorial castellano. Valencia: Tirant Monografías, 1997, pp.326-370.

[13] Entendemos por tal las limitaciones que, en su capacidad de obrar, tenían las mujeres casadas según los códigos alfonsinos y que recogerán las Leyes de Toro. Esta incapacidad sólo parcialmente podía evadirse -con la licencia marital-, puesto que las Leyes de Toro niegan la posibilidad de actuación en determinadas circunstancias. Cfr. COLLANTES DE TERÁN, Mª José, op. cit., pp.366-382.

[14] A.D.C. Requisitorias, L.1867 I, A.1790.

[15] Sebastiana Sáenz de Echevarría quiere que se le embargue a su esposo, alférez del regimiento de Saboya, en Cartagena de Indias, la “tercera parte de su sueldo, desde la hora que entró en aquella ciudad” (Ibídem, L.1856, A.1762) y Agustina de la Huerta, mujer de Antonio Alba, ausente en Buenos Aires, pide que se le apremie a que asegure la pensión conveniente con el embargo de sus bienes (Ibídem, L.1856, A.1768).

[16] Así María Pesé, cuyo marido mercader se encuentra en Minas de Guanajuato (Nueva España) (Ibídem, L.1855, A.1755) o María Degola, con esposo ausente en San Pedro de Tolimán, con el empleo de teniente de alcalde (Ibídem, L.1856, A.1767).

[17] Josepha Canales, por ejemplo, no quiere que su marido regrese, “pues para ello desde aora para entonces y desde entonces para aora, le concedo amplia licencia en los términos que según derecho pueda y deba permanecer en aquellos payses”, sino que se le obligue a enviarle su pensión mensual (Ibídem, L.1855, A.1759).

[18] Isabel Gómez, cuyo marido estaba ausente en Lima desde hacía 18 años, argumenta que su marido trata de quedarse en aquella ciudad y fallecer en ella “ocultando sus obligaciones de casado y tener una hija acreedora de sus bienes y herencia ... por lo que conviene al derecho de ambas” se admita información sobre su identidad, legitimidad de su hija, honradez con la que ambas han vivido y viven etc., todo en orden a dejar asentado el derecho que les asiste a ambas a los bienes del susodicho (Ibídem, L.1857, A.1782). En el caso de Juana Mª Josefa Tamayo, cuyo marido se ausentó a su patria -La Coruña- para cobrar una herencia y sin  que haya regresado, la demandante se teme o bien de que su marido intente dejarles, a ella y a sus hijos en un total desamparo, o bien que haya muerto y sus hermanos y demás familiares se lo estén ocultado “para no darme la hazienda de sus padres que mi marido iba a cobrar y que pertenece a mis hijos” (Ibídem, L.1854, A.1735).

[19] Juan Baptista Badinela dejó a su hija con 6 meses; la niña cuenta con 14 años en el momento de interponerse la requisitoria (Ibídem, L.1854, A.1743). Hace más de 18 años que dura la ausencia de Juan Antonio Aldao, que ha dejado a su mujer y a sus dos hijos en un total desamparo (Ibídem, L.1854, A.1746).

[20] Catalina Juana Pataqué dice que su marido, ausente en Guatemala, no le ha remitido noticias desde hace más de 6 años “ni socorro en modo alguno para el alimento mío y de un niño que de dicho matrimonio me dejó de tierna edad, ni obra alguna ni expresión de palabra...” (Ibídem, L.1854, A.1749). Antonia Derqui, a quien su marido dejó para ir a Génova, “a aumentar sus haberes con el tráfico de mercadurías”, no les ha enviado “más que cuatro bujías para las niñas que no valen ni diez pesos”, habiendo abandonado sus obligaciones de marido y padre (Ibídem, L.1855, A.1753).

[21] “ni socorros, ni noticias” ha remitido el marido de María Ignacia Manterola para ella y su hija de 6 años (Ibídem, L.1856, A.1770), mientras en el caso de Juana Espinosa de los Monteros, es el párroco el que certifica el lamentable estado en que se hallan ella y sus cuatro hijos, conpletamente abandonados a su suerte (Ibídem, L. 1856, A.1770).

[22] Catalina Álvarez abandonada con sus cuatro hijos -la mayor de 7 años- por su marido, sabe que éste vive amancebado con “una negra de la que tiene un hijo” (Ibídem, L.1856, A.1777); también el marido de Rafaela Salvadora del Pino, como muchos otros, tenía dos hijos fruto de una relación ilegítima en el lugar donde se hallaba avecindado (Ibídem, L.1856, A.1775).

[23] Bartolomé Moreno, ha ido a Buenos Aires a buscar a un padre, largo tiempo ausente, y cuenta a su madre: “en lo que pertenece el yo no poder sujetar a mi padre, porque esta señora lo tiene agarrado por los pies y manos, en no biéndole la cara no está a gusto, no come ni duerme. Yo me e bisto por eso en muchas istorias a pique de mi perdizión...Yo he tenido barios enojos con mi padre; ni porque yo le aiga dicho bastantes cosas e podido conseguir nada” (Ibídem, L.1857,I, A.1785).

[24] Luis del Castillo escribe a su madre y hermano que consiguió saber el paradero de su padre y le escribió 7 u 8 cartas sin haber tenido respuesta alguna (Ibídem, L.1856,A.1763). También habían tenido pruebas del olvido de su padre las hijas de Teresa de Casanova, abandonadas siendo muy pequeñas por Gerónimo Francisco que se hallaba en Veracruz viviendo “licenciosamente” y con caudal suficiente (Ibídem, L.1854, A.1743). Fernando Bueno había huído con una mujer, abandonando a la suya a punto de dar a luz y a otro hijo de 20 meses (Ibídem, L.1855, A.1755) y Joseph Antonio Aizpuru se había ausentado a los cuatro días de casarse y ni su esposa ni su hija -al presente con 6 años- habían recibido de él socorro alguno “a pesar de que ella por cartas y algunos amigos le han hecho presente el abandono en el que estaban...expuetas a los infortunios del siglo” (Ibídem, L.1856, A.1770). Son sólo algunas situaciones de las muchas parecidas que se encuentran en esta documentación.

[25] El hijo de María Anglada, que ha viajado a Perú en busca de su padre, escribe a su madre que su padre vive con otra mujer con la que tiene dos hijos, que se puso a trabajar con él pero tuvo que dejarlo porque “yo me ocupaba de servirle de mayordomo, pero madre me trataba que ni áun que fuera un estraño no me trataría así, y malvestido que me daba bergüenza el andar como me traya y el handaba mui desente y su amiga, pero yo pobre handaba” (Ibídem, L.1857 I, A.1792).

[26] Así le aconseja Luis del Castillo a su hermano y a su madre que se personen ante el Provisor para que reclamen el regreso forzoso de su padre (Ibídem, L.1856, A.1763), o Bartolomé Moreno a la suya, Andrea Antonia Fernández (“y así le mando a dezir aviso para que desde allá le aga usted que baya de por fuerza, porque si no mi padre aquí se ha de perder” (Ibídem, L.1857 I, A.1785). También se ofrecen como cómplices en estrategias de defensa de los intereses de la familia legítima. Asíel hijo de María de Anglada aconseja a su madre que no se apesadumbre, que él se queda en Perú para asegurar que lo que les corresponde -de una fortuna de más de 30.000 pesos- no se pierda (Ibídem, L.1857I, A.1792).

[27] Bartolomé Moreno se justifica ante su madre: no ha vuelto porque si deja solo a su padre éste “se a de perder” (Ibídem, L.1857I, A.1785) y el hijo de María Anglada se esfuerza por equilibrar la información que ha de dar a su madre sobre las relaciones que su padre mantiene con otra mujer con el tacto necesario para no herirla. Frases como “¡Madre mía con qué dolor lo digo!” o “¡perdone Vd. por el poco estilo!”, junto a comentarios sobre la fealdad de la concubina sirven para apoyar afectivamente a la madre (Ibídem, L.1857 I, A.1792).

[28] Ibídem, L.1857 I, A.1786.

[29] Pasquala de Mendoza dice que se “hallana” a volver a convivir con su esposo y a recibirlo “con el aprecio que debo”, pero hay que tener en cuenta que su marido se marchó el día de San Pedro y la requisitoria se solicita el 10 de julio, con lo que apenas han transcurido unos días de ausencia (Ibídem, L.1856, A.1761) y Bernarda de Andrés afirma que quiere la vuelta de su esposo no sólo por la continua labor de costura que tiene que hacer para vivir, sino también “llevada del amor que tiene a su marido” (Ibídem, L.1856, A.1778).

[30] Beatriz Pérez comparece ante el Vicario para que se exija a su suegro el pago de la pensión a la que ha sido condenado por autos seguidos en la Chancillería de Granada. Según ella, su marido se fue “a instancias y violentado por su padre” y éste tiene que pasarle al mes un doblón de a dos escudos de oro en razón de alimentos (Ibídem, L.1854, A.1721).

[31] Antonia Derqui la reclama de su marido, ausente en Génova, quien se niega a correr con los gastos de mantenimiento de ella y sus hijas porque no le sigue a aquel país en el que se encuentra “bien hallado”. Según ella no es de su obligación seguirle “según dictamen de canonistas y moralistas que he consultado” y su marido no puede eximirse de sus obligaciones (Ibídem, L.1855, A.1753).

[32] Antonia Rodríguez ha sido abandonada por su esposo que marchó a Veracruz para cobrar una herencia que a ella le había correspondido por muerte de sus tíos. Dice que no es justo se lucre y se apodere de sus bienes a la vez que falta a la obligación de alimentarla (Ibídem, L.1856, A.1766).

[33] Isabel Gómez dice que su marido lleva ausente en Lima 18 años, y pretende morir en aquellas tierras “ocultando sus obligaciones de casado y tener una hija acreedora de sus bienes y herencia”, por lo que “conviene al derecho de ambas” se admita información sobre su situación y se disponga”con temperamento” lo que previenen las Reales Órdenes y constituciones canónicas y se le remita en partida de registro...” (Ibídem, L.1857, A.1782).

[34] Luisa de la Torre Narvaez, cuyo marido se hallaba en Cartagena de Indias, había solicitado una primera requisitoria en julio de 1751, para que a su marido se le diese traslado de la demanda de divorcio que ella había interpuesto (en 7 de septiembre de 1736) por malos tratos y  para que se le obligase al pago de la pensión que a ella se le había adjudicado. Su marido, con promesas de que le pagará no hace más que embarazar el curso de la demanda, mientras ella y su hija se hallan en la miseria. En esta segunda requisitoria -febrero de 1756- pide que se le embarguen los bienes a su marido y se le traiga de regreso  en partida de registro para continuar el proceso de divorcio (Ibídem, L.1855, A.1756).

[35] Raphaela Amador, con marido ausente en Indias desde hace 16 años, dice que hace muchos días que nadie le da noticias de su marido por lo que presume ha fallecido. Quiere se le remita partida de entierro y no habiendo partida -por si ha sucedido en el mar- se certifique su muerte con el competente número de testigos, y si está vivo se le prenda y embargue sus bienes conduciéndolo hasta estos Reinos (Ibídem, L.1854, A.1738). Petronila Coronel dice que su esposo se ausentó con el empleo de alcalde Mayor de la ciudad de La Plata, sin socorrerlos a ella y al hijo de ambos ni aún enviarle noticias. Ahora le han informado que su marido falleció hace dos años; quiere se le haga volver y si es verdad la noticia de su muerte que se ponga cobro a los bienes que hubiere dejado (Ibídem, L.1856, A.1763).