GT1  |  GT2  |  GT3  |  GT4  |  GT5  |  GT6  | GT7

Grupo de Trabalho 4
Filosofía, Metáfora e Invención de da Nación

 Alexander Jiménez Matarrita[1]

 

Preámbulo

 Este ensayo pretende interpretar la función del discurso filosófico en el proceso de invención de la nación costarricense. A pesar de que ese proceso inicia en la segunda mitad del siglo XIX, y que de alguna manera permanece inacabado, nuestra interpretación se limita a un conjunto de textos filosóficos producidos en la segunda mitad del siglo XX. Allí, en esa época y en esos escritos, se articularon narraciones y metáforas que venían circulando desordenadamente y que, en adelante, servirían para organizar el sentido de la vida social en Costa Rica. Buena parte de esos relatos proponen, con rodeos significativos a veces pero casi siempre de manera directa y brutal, una mirada sesgada a los problemas de clase, raza y género.

Los portadores de ese discurso han sido, con variantes históricas que exigen ser precisadas, intelectuales y escritores, varones todos, con algún grado de éxito social o político. Muchos de ellos han desempeñado funciones públicas que van desde presidentes y vicepresidentes de la república, hasta ministros de cultura o de educación, diplomáticos, rectores de universidad y diputados, en su enorme mayoría ligados a las dos formaciones político-electorales principales del país, el partido social-demócrata y el partido social-cristiano.

La principal producción de sus textos, así como su influencia en la vida social y cultural de Costa Rica, ocurrió en un período que va desde principios de los años cincuenta hasta principios de los años ochenta. En ese marco pueden situarse libros como El gran incógnito. Visión interna del campesino costarricense (1953), El ser hispanoamericano (1959), Anatomía patriótica (1970)y La patria esencial (1980), de Luis Barahona, así como Historia y Antología de la literatura costarricense[2] (1957), de Abelardo Bonilla, El ser de la nacionalidad costarricense (1964), de José Abdulio Cordero, y El costarricense (1975), de Constantino Láscaris[3].

En este corpus cristalizan, en niveles diferenciables, imágenes, símbolos, metáforas y narraciones conforme a las cuales los sectores hegemónicos percibían la historia de la nación costarricense. Eso dio como resultado una narración histórico-metafísica dentro de la cual operan nociones tan imprecisas como las de alma nacional, ser costarricense, idiosincrasia, o esencia nacional. Lo curioso es que todos aquellos filósofos estaban convencidos de que así lograban inscribirse en una tradición de racionalidad que, según ellos, distingue a la sociedad costarricense del resto de las sociedades centroamericanas.

Hurgando en las consecuencias de esa dominación patriarcal, la primera evidencia, más allá de la cual no avanza este ensayo, es la anulación de las diferencias y pluralidades desde las cuales podrían reconstituirse una vida humana y ciudadana, en la cual las oportunidades y la realización de los derechos no estén concentradas en sectores o grupos privilegiados.

Dichosamente, el discurso filosófico costarricense no ha sido homogéneo. En su interior es posible descubrir tradiciones opuestas a la hora de comprender el trabajo filosófico y de entender su relación con la vida y el análisis social. Además, en los últimos años, a medida que iba perdiendo resonancia pública e institucional, el saber filosófico ha ido alcanzando un mayor nivel crítico y conceptual. Sin embargo, esto no significa que aquella tradición esencialista haya sido confrontada de manera directa y definitiva. De hecho, es un trabajo por hacer, y un ensayo como éste no pretende sino empezar a saldar esa deuda.

En la interpretación de dicha tradición se juega algo esencial para la vida social, pues las tradiciones… sólo pueden cambiarse de forma consciente en el medio que representa la disputa pública en torno a la interpretación correcta de ellas[4]. En Costa Rica, esta discusión acerca de la invención o construcción de la nación forma parte de un debate comenzado previamente, sobre todo en el ámbito literario, y continuado al día de hoy en el marco de las investigaciones sociales, fundamentalmente por los historiadores. Buena parte del proceso de rectificación de la memoria común obedece a la cuidadosa crítica realizada por la historiografía a narraciones sociales que, de otra manera, permanecerían intactas y seguirían produciendo conductas sociales alienantes y violentas. Algo que no debe olvidarse es que durante muchos años los filósofos costarricenses permanecieron impasibles, y algunos de ellos siguen estándolo, ante la constatación de que frente a investigaciones más críticas y rigurosas, sus propuestas tenían la apariencia de una impostura intelectual.

Un artículo de Giovanna Giglioli acerca de la literatura sobre el carácter nacional constituye un punto de referencia filosófico de nuestro trabajo[5]. Su interpretación es imprescindible para la reconstrucción y la valoración de las narraciones que aquí se estudian. Quizá ningún otro texto filosófico costarricense sea tan pertinente y esclarecedor para nuestro ensayo como éste.

Giglioli reclama la ausencia, en el discurso filosófico, de categorías e instrumentos conceptuales pertinentes para el estudio histórico y diferenciado de prácticas y tradiciones materiales, simbólicas, éticas y cognoscitivas. En su lugar, se utilizó un término tan vago como el de idiosincrasia, cuya principal consecuencia ha sido la diseminación de una imagen deshistorizada de la vida social y cultural de los costarricenses. Según ella, a esta diseminación contribuye la poca atención o profundidad analítica de los intelectuales costarricenses respecto de tal tradición filosófica[6].

Una de las razones para discutir la literatura sobre el carácter nacional es su dimension abstracta, es decir, de estar situada sobre las diferencias de clase, de género y de raza. Más aún, quizá el éxito de esos relatos metafisicos que pretenden definir el ser de la nacionalidad costarricense resida precisamente en la anulacion de las determinaciones historicas, sociales y culturales.

A sabiendas de que también las determinaciones de género, clase y raza tienen un carácter abstracto, este ensayo intenta localizar los mecanismos discursivos que las han hecho desaparecer de la historia social de Costa Rica. Para ello, es preciso iniciar un rodeo por los límites y márgenes de la racionalidad filosófica.

 

Discurso filosófico, narración y metáfora

Aunque no pueda ser desarrollado aquí en toda su extensión, un presupuesto de esta ponencia es que, con distintas consecuencias, la escritura filosófica ha utilizado y sigue utilizando recursos metafóricos y narrativos que a menudo devienen fundamentales para la comprensión de cuanto acontece en el mundo de la vida. Esto no significa un abandono del trabajo analítico, lógico y argumentativo, propio del saber filosófico. Más bien, supone un enriquecimiento de los instrumentos con que cuenta ese saber para discernir cómo construyen su sentido las sociedades y los sujetos.

Este giro hacia la comprensión de lo que ocurre en la vida cotidiana, ya sea que suponga un arduo trabajo de mediación entre las construcciones teóricas y las condiciones más concretas del mundo vital, o bien que implique una apertura del discurso filosófico a discursos mejor dispuestos para el análisis del mundo empírico, resulta enriquecedor para una tradición de conocimiento tan autosuficiente y tan precaria como la filosofía.

Las investigaciones acerca del lugar de la metáfora en la escritura filosófica se orientan en diferentes direcciones. Algunas buscan demostrar el carácter retórico y aporético del discurso filosófico, y otras tan sólo pretenden realizar inventarios de los préstamos solicitados por la filosofía al lenguaje ordinario. Pero también hay quienes andan tras el vínculo entre la metáfora, la estructura narrativa y la elaboración simbólica de la vida cotidiana y de las identidades. Uno de ellos es Paul Ricoeur[7].

En sus trabajos, lo narrativo y lo metafórico operan con cierta similitud, pues ambos suponen un trabajo de sintesis sobre lo heterogéneo. Según él, en la narración, la innovación semántica consiste en la invención de una trama, que también es una obra de síntesis: en virtud de la trama, fines, causas y azares se reúnen en la unidad temporal de una acción total y completa. Y es precisamente esta síntesis de lo heterogéneo la que acerca la narración a la metáfora[8]. Ricoeur llama narración a aquello que Aristóteles llama mythos, es decir, a la disposición de los hechos. Mythos designa también la trasposición metafórica del campo práctico. Esto implica que en el estudio de la metáfora no puede quedar de lado su referencia a ese mundo de la experiencia estructurado simbólicamente, del que procede y al que retorna el sentido de lo metafórico.

Su trabajo teórico pretendería reconstruir el conjunto de las operaciones por las que una obra se levanta sobre el fondo opaco del vivir, del obrar y del sufrir, para ser dada por al autor a un lector que la recibe y así cambia su obrar[9]. Según esto, la configuración del texto vendría a mediar entre las estructuras propias del mundo práctico y los cambios de sentido producidos en ese mundo por la percepción o lectura del texto. Esto resumiría bien su programa: Los efectos de la ficción, efectos de revelación y de transformación, son esencialmente efectos de lectura. A través de la lectura, la literatura retorna a la vida, es decir, al campo del obrar y del sufrir propio de la existencia[10]. Para Ricoeur, la obra literaria se trasciende en dirección de un mundo.

La trama integra en una historia completa acontecimientos múltiples y dispersos y esquematiza la significación inteligible atribuida a la narración como un todo. Algo similar ocurre con el poder sintético de la metáfora. Lo metafórico no opera sólo como palabras o frases puestas en el lugar de otras para hacer valer un doble sentido. Opera también como forma estructural de la narración. Y lo que hoy empezamos a comprender es que las estructuras narrativas no son exclusivas de la literatura de ficción, sino que están presentes en la literatura histórica, filosófica, antropológica, sociológica, y aún en la manera como cada uno intenta asumir y contar su propia vida.

Para Ricoeur, el discurso poético transforma en lenguaje aspectos, cualidades y valores de la realidad, que no tienen acceso al lenguaje directamente descriptivo y que sólo pueden decirse gracias al juego complejo entre la enunciación metafórica y la transgresión regulada de las significaciones corrientes de nuestras palabras[11]. La referencia metafórica, pues, alude a la capacidad del enunciado metafórico de redescribir una realidad que no parece accesible a la descripción directa. La capacidad referencial del lenguaje, en consecuencia, no se agota en el discurso descriptivo, tan dominante en la obsesión analítica y positivista por lo unívoco, y tanto las obras poéticas como ciertas parcelas del discurso filosófico pueden referirse al mundo según un régimen referencial propio, el de la referencia metafórica[12].

Junto a los trabajos de Ricoeur es posible colocar otros. Hans Blumenberg, por ejemplo, ha teorizado acerca de la metáfora en filosofía. En uno de sus textos la tesis básica es que la metáfora debe ser concebida como un caso especial de inconceptuabilidad[13]. Esto significa que la metafórica no debe ser entendida como núcleo de concepciones teóricas aún provisionales, ni como fuente de un lenguaje especializado aún sin consolidar, sino como una modalidad auténtica de comprensión de conexiones. Aquí se nota un giro importante en relación con los vínculos de la metáfora y el trabajo conceptual. Pero va más allá de eso. Ilustra una confianza en las posibilidades cognoscitivas de la metáfora. A esa confianza podría agregarse la certeza en las posibilidades creativas e innovadoras que tiene la metáfora en el plano de la significación. Blumenberg no lo dice explícitamente, pero lo considera al afirmar que la metáfora también puede ser una forma tardía. Esto alude al carácter novedoso de la metáfora, que no se reduce a estar en el origen de los conceptos.

En fin, una teoría de la metáfora que rebase los préstamos de la metáfora a la formación de los conceptos, y coloque su interés en el plexo que forma con el mundo de la vida, estaría insertándose, según Hans Blumenberg, en el más amplio horizonte de una teoría de la inconceptuabilidad.

Obviamente, parte de lo atractivo de la metáfora es venir en auxilio de situaciones de entendimiento en ruinas. Esto la convierte en elemento preferido de la retórica como forma de consenso en caso de una no alcanzada o inasequible univocidad o claridad. Pero también esta virtud puede convertirse en uno de sus mayores peligros, especialmente cuando la metáfora es elegida como núcleo de sentido de las narraciones fundacionales de los pueblos. Dada su capacidad de articular sentido y de influir sobre la percepción de lo real, a menudo la metáfora, especialmente cuando se ha enquistado en el imaginario de una sociedad, actúa como obstáculo al trabajo historiográfico. De allí que a menudo los historiadores se planteen la rectificación de una memoria común reacia a narrarse su historia de otro modo. Los filósofos podrían colaborar en dicho proyecto, especialmente cuando sus predecesores han cooperado tanto con narraciones delirantes y perniciosas.

 

Discurso filosófico e imaginario social

 Un segundo presupuesto respecto del trabajo filosófico es su necesaria vinculación a la construcción de sentido y significación en la vida social mediante el estudio del componente imaginario presente en la constitución de cualquier sociedad. Por eso, uno de los referentes básicos de este trabajo es el texto La institución imaginaria de la sociedad[14], de Cornelius Castoriadis.

Este texto intenta responder a viejas preguntas sobre la vida social. De manera especial, se interesa por identificar la base de la unidad, de la cohesión y de la diferenciación organizada, de esa urdimbre fantásticamente compleja de fenómenos que observamos en toda sociedad. Asimismo, esta pregunta lleva a una segunda de la cual es inescindible: ¿qué hace nacer formas de sociedad diferentes y nuevas? A estas preguntas responde con su noción de institución de la sociedad como un todo[15].

En Castoriadis, el modo de ser de lo social es una clave para entender la naturaleza y el funcionamiento de lo imaginario. En ese modo de ser, lo esencial es que ningún orden social es pura funcionalidad[16]. Las sociedades se organizan mediante significaciones imaginarias instituidas simbólicamente. El mundo social-histórico, está indisolublemente tejido a lo simbólico, no porque todos los productos materiales indispensables para la sobrevivencia de los sujetos y las sociedades, ni todas las prácticas sociales -él menciona el trabajo, el consumo, la guerra, el amor, el parto-, sean símbolos, sino porque unos y otros son imposibles fuera de una red simbólica. Cada sociedad organiza su mundo a partir de significaciones que instituye y a partir de las cuales, por vías que a veces son inverosímiles, adiestra a los individuos a fin de que colaboren en su mantenimiento y reproducción. Esta capacidad de adiestramiento es efectiva, pero no es absoluta.

Por eso, no todo se reduce a procesos de funcionamiento y reproducción, y lo imaginario no es un concepto unívoco que designe únicamente procedimientos conservadores y alienantes. De hecho, es una noción utilizada por Castoriadis en múltiples sentidos y con adjetivaciones diversas. La distinción central, sin embargo, está dada por la oposición entre el imaginario efectivo y el imaginario radical. El imaginario efectivo comprende la dimensión instituida de lo social, la función simbólica más o menos rígida que funciona como sostén de la institucionalidad de la sociedad.

Pero el imaginario social no es nunca una totalidad determinada, pues no es simbolismo puro, es decir, producción de significaciones fijas. Es también un horizonte móvil que permite reconsiderar las imágenes que una sociedad instituye para producirse y reproducirse. Es, finalmente, lo que permite a una sociedad no estar condenada a repetirse eternamente. Es a esta capacidad creativa, que permite alterar constantemente las significaciones y, en consecuencia, la vida social, a lo que denomina imaginario radical.

Lo imaginario no es sólo la sombra reconocible y conjurable de lo real o de lo racional, sino también un poder de significación tan importante, y quizá más que aquellos. Lo que se considera real toma este sentido precisamente en el interior de un imaginario que organiza el lugar de este real en el sistema de significaciones de la sociedad. Cornelius Castoriadis cita la certeza de Marx según la cual el Apolo de Delfos era en la vida de los griegos un poder tan real como cualquier otro. Hay que guardarse, pues, hablando de lo imaginario, de hacer deslizar en él una imputación a la sociedad considerada de una capacidad racional absoluta que, presente desde el principio, hubiese sido rechazada o recubierta por lo imaginario[17].

Lo imaginario está siempre presente en la historia social como condición de posibilidad del simbolismo y la funcionalidad de los sistemas sociales. Al unirse con lo simbólico, el imaginario reúne y cohesiona; al unirse con lo económico y funcional, permite sobrevivir. Lo imaginario, así entendido, no es sólo una estrategia de dominación y ocultamiento. Es también una condición de posibilidad de las representaciones que las sociedades construyen para entenderse o transformarse a sí mismas. Por eso, lo imaginario incluye, especialmente en el nivel estético y cognoscitivo, la posibilidad de estrategias de resistencia y de transformación.

 

Invención de la Nación

 Lo narrativo, lo metafórico y lo imaginario tienen que ver con procesos sociales diversos. Uno de ellos, el que nos interesa, es el de la invención de naciones en el mundo moderno. En estas invenciones, esos mecanismos de construcción de sentido muestran su poder de cohesión y también su cara más perversa. Esto ocurre, sobre todo, cuando la nacionalidad y el nacionalismo funcionan como artefactos culturales, en manos de una clase particular que se empeña en fijar como destino fatal lo que sólo ha sido producto de las causas y azares de la vida política y social.

En principio, la ficción no tendría por qué ser tratada con sospecha. Es cierto que a menudo, más a menudo de lo que uno desearía, las ficciones son instrumentos de la conmemoración reverente de matanzas y acontecimientos legitimadores de los sistemas de dominación[18]. Es entonces cuando resultan irritantes, pues están puestas al servicio de la historia de los vencedores. Y todos sabemos que en esas historias las víctimas aparecen como culpables y son así doblemente victimizadas. Pero, al mismo tiempo, quizá no existe otro recurso más apropiado para narrar y recordar a tantas víctimas. La ficción, cuando es capaz de suscitar un horror que no debe ser olvidado jamás, puede ayudar a sostener la motivación ética última de la historia de las víctimas. En ese sentido, también puede estar del lado de la explicación histórica y de la rectificación de narraciones olvidadizas. Lo cierto es que en los mecanismos discursivos propios de la construcción de naciones, la ficción funciona borrando diferencias y determinaciones que importaría tener presente para una vida ciudadana más justa y plural y, en cambio, subraya límites que a menudo han producido violencias y dominaciones.

La capacidad de fantasear no sólo produce conductas delirantes, objetos estéticos, textos literarios y apocalipsis; también guarda un vínculo con los nacionalismos y con la invención de las naciones. Obviamente, la producción de fantasías no es suficiente para explicar los complejos procesos políticos, culturales y económicos, a partir de los cuales surgen las naciones; pero es necesaria para comprender uno de sus hilos más visibles: sólo ella permite interpretar los actos mediante los cuales millones de personas, desconocidas entre sí, pueden representarse una identidad común, una lealtad, una historia, una confianza que jamás podrán constatar directamente. Las naciones son, en ese sentido, comunidades políticas imaginadas[19].

Seguramente toda sociedad supone una red de soportes simbólicos que le garantizan su cohesión, su continuidad y, de vez en cuando, la posibilidad de transformarse y ser otra distinta de la que era. Cuando esta posibilidad de cambio no se da, las sociedades siempre tienen a la mano mecanismos de ficción para producir la sensación de movimiento allí donde todo está inmóvil. A menudo, los años, las décadas, los siglos, los lustros, los milenios son sólo un recurso contable para ocultar el eterno retorno de lo mismo; pero aún entonces es posible advertir cómo toda sociedad, y quizá todo sujeto, se autoconstituyen, y pueden reconstituirse, desde ciertas narraciones esencialmente vinculadas a lo imaginario.

Lo imaginario es, como ya vimos, una noción compleja. Designa, entre otras cosas, el conjunto, más o menos ordenado, de imágenes y significaciones que permiten a una sociedad permanecer cohesionada a pesar de su posible desorden y heterogeneidad. Esto significa que lo imaginario se inserta en un sistema de dominación. En este sentido, no alude a lo falso o irreal, sino a una tupida red de símbolos y narraciones instituidas para ejercer poderes sobre la vida cotidiana. Pero también designa, esta noción, una facultad activa de producir nuevas significaciones allí donde las instituidas impiden las condiciones para una vida digna.

Las construcciones imaginarias a partir de las cuales se inventan las naciones son múltiples y no es el caso hacer un recuento de ellas. Si hubiese que elegir la más significativa quizá tendríamos que hablar de la escritura, de ciertas formas de escritura. De manera especial, habría que mencionar la literatura y los periódicos. Estas formas estratégicas de escritura producen las condiciones a partir de las cuales son posibles, según Renán, las naciones: que todos los individuos tengan muchas cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas cosas. Una comunidad imaginada y un olvido inducido de diferencias y determinaciones históricas son procedimientos básicos para fundar y sostener la vida diaria de las naciones. El mismo Renán ha dicho que interpretar mal la propia historia forma parte de ser una nación y que el progreso de los estudios históricos constituye un peligro para tal propósito.

La escritura nacionalista logra crear una imagen fatal y sacrificial del mundo. Y esto tiene consecuencias subjetivas y sociales lamentables. La primera de ellas es que invita a considerar el mundo como un orden definitivo ante el cual no se puede elegir otra cosa. Asimismo, esa fatalidad y sacrificialidad expresa la atracción que sienten los nacionalismos por la muerte y sus glorificaciones. En sus historias siempre hay mártires, héroes muertos, sacrificados, y en sus exigencias y lealtades reclamadas cada patriota es un candidato a morir o a matar.

Lo cierto es que la fuerza emocional desplegada por los nacionalismos para articular comunidades contrasta con la debilidad conceptual y analítica de quienes intentan defenderlos racionalmente. Cuando se hurga en el tejido de sus narraciones, es posible constatar el vacío de sus tramas.

 

Las metáforas de la racionalidad

En algunos textos dedicados a documentar la historia del pensamiento en Costa Rica, la sociedad costarricense es imaginada como el producto de una organización racional cuyo punto de referencia fundamental es el trabajo conceptual de sus intelectuales. En esos textos clásicos de la tradición filosófica costarricense, Costa Rica es pensada como una sociedad bien ordenada, a diferencia de sociedades cercanas cuyo carácter es lírico o claramente irracional, lo cual las lleva al desorden y al desastre.

En la introducción a Historia de la literatura costarricense, pero también a lo largo de sus largos capítulos, Abelardo Bonilla insiste en que la literatura costarricense tiene un claro carácter conceptual. Casi cualquier producto escrito lleva la marca de esa racionalidad típica de la nacionalidad costarricense. Esto incluye géneros y saberes como la poesía, la narrativa, la filosofía, la crónica, la historiografía y la ciencia jurídica. En todos ellos se aprecia, según Bonilla, un talento para el juego de las ideas muy diferente a la evidente tendencia lírica del pueblo nicaragüense[20].

Paradójicamente, sus explicaciones del predominio de lo conceptual sobre lo poético son de un gran lirismo. Bonilla sostiene que se debe a que en Costa Rica: no hubo una conquista heroica, no hubo guerra de independencia, no hubo un ejército predominante, hubo una superioridad numérica y cultural de la raza blanca, y no hubo caudillismo[21].

Constantino Láscaris prolonga y refuerza la tesis de Bonilla. Esos viejos filósofos coinciden en distinguir a Costa Rica del resto de los países centroamericanos por el hecho de haber elaborado racionalmente su Estado. Además, según ellos, es un país que, a diferencia de los países caribeños, donde se carece de la convivencia al no adoptar los hombres una actitud racional ante la vida[22], se guía filosóficamente y supo mantenerse en la línea de la “modernidad”, que quiere decir actitud pensante ante los problemas[23].

Cuando algunos filósofos costarricenses piensan e imaginan al país inscrito en una tradición de racionalidad terminan otorgándole rasgos personales. Es decir, intentan explicar lo social a partir de estructuras psíquicas típicamente subjetivas. Hacen de la patria un ser humano, y por ello pueden hablar sin rubor de un alma nacional, unitaria por lo demás, que vendría a decidir y sostener el rumbo de la historia.

Curiosamente, sociedades y sujetos son imaginados como realidades transparentes para sí y para los otros. Se olvida su condición de tramas complejas, anónimas y estructuradas simbólicamente[24]. Una vez que se ha elegido para ellas esa condición de claridad, unidad e identidad, no pueden entrar en los relatos más que logros civilizatorios irreductibles a la barbarie del resto de los pueblos centroamericanos. Si no fuera porque este discurso sigue operando en la manera como hoy día los costarricenses perciben y se relacionan con sus vecinos, especialmente con los nicaragüenses que siguen emigrando a Costa Rica de manera significativa, esto no pasaría de ser una anécdota en la que se marca la pobreza espiritual y conceptual de aquellos filósofos.

Por lo demás, ninguno de ellos explica los alcances de la tesis. Qué habrán entendido por Costa Rica y qué por intelectual y por racional. La respuesta a esto no es un asunto secundario. Permitiría reconocer los criterios de análisis filosófico de la época, así como las redes de significación en que se mueve el discurso filosófico.

La supuesta racionalidad constitutiva de la historia costarricense no es el único rasgo presente en esa tradición discursiva. Pero, aunque no es la única, es fundamental para comprender una de las formas más acabadas de silenciar las aspiraciones de quienes sufren la irracionalidad constitutiva de ciertas sociedades. En Costa Rica, la supuesta organización racional funcionó como mecanismo imaginario de disuasión para todos aquellos sujetos que se organizaban con el fin de proponer formas de sociedad más democráticas. Esto no significa que dichos sujetos creyeran ingenuamente en los delirios de aquellos filósofos; pero si apunta a que las condiciones políticas en que luchaban eran muy limitadas, pues en un país que tenía tanto éxito en diseminar su carácter de sociedad bien organizada se desplazaba y parecía innecesaria la formación de la voluntad política.

Ofrecida como un dato histórico irrefutable, la racionalidad de la historia costarricense funcionaba como un límite ideológico, más allá del cual cualquier discurso que se le resistiera era tachado de irracional y peligroso. En buena medida, la fuerza y el éxito del anticomunismo furibundo de muchos intelectuales hegemónicos de ese período, en Costa Rica, obedecía a esa certeza tan extendida socialmente.

 

Las metáforas de la blancura

La elaboración discursiva de una homogeneidad racial como elemento configurador de la nacionalidad costarricense, es una estrategia que permite dominar el pasado y el futuro de la patria. En un sentido, permite obviar el conflicto cultural y militar de la conquista y la colonia, pues la ausencia de diferencias étnicas se asume como fuente de armonía social.

La identidad racial es colocada, pues, como garantía eterna de la ausencia de conflictos sociales. Pueblo blanco, Costa Rica aprehende su pasado y su futuro como desarrollo homogéneo de un destino fijado discursivamente como uno, bello y verdadero. Por eso, algunos de los escritores y pensadores más influyentes de la segunda mitad del siglo XX podían decir, sin rubor, que la ínfima población aborigen de estas tierras era un pasado muerto y que en realidad lo único aborigen que tuvimos fue la tierra[25]. También llegaron a elogiar la preponderancia de la raza blanca en Costa Rica y la circunstancia de que no se hayan presentado nunca entre nosotros los problemas sociales, económicos y culturales que la población indígena, o las mezclas, han creado en otros países indohispánicos[26].

Más allá de la irritación inicial que provocan estos comentarios, claramente racistas, hay que detenerse en la estructura discursiva que los sustenta y que les permite circular y tener consecuencias en un sistema de dominación que era al mismo tiempo clasista, machista y racista.

Esta blancura tan deseada ilustra un tipo de discurso que llamaremos ladino y que está presente no sólo en los textos filosóficos, donde encuentra un cierto sustento institucional, sino también en la forma como ciertos sectores de la sociedad costarricense y de las sociedades latinoamericanas construyen su identidad desde elementos imaginarios que les hacen creer que son sin mezcla.

  Helio Gallardo utiliza la categoría de ladino para analizar ciertos procesos en las capas medias latinoamericanas, a partir de los cuales los sujetos que las conforman se asumen imaginariamente como universales, occidentales y humanos sin más[27].

Este imaginario ladino está presente en el ejercicio de prácticas estéticas, cognoscitivas y éticas, conforme a las cuales los sujetos de esas capas medias se sienten inscritos en un horizonte de vida asumido como exitoso. De ese modo, su autopercepción no incluye las condiciones materiales de existencia y sus determinaciones históricas, económicas, étnicas, sexuales y culturales. Esto afecta, por supuesto, las condiciones de convivencia, el juego de los poderes entre sectores sociales, la asunción de prácticas estéticas, la formación de los gustos, la construcción y circulación de los saberes. De manera especial, afecta la depotenciación de movimientos sociales reivindicativos que luchan por el reconocimiento de derechos a las mujeres, los indígenas, los niños, los jóvenes, los obreros, los homosexuales. Puesto que el imaginario ladino invita a construir escenarios donde todos somos lo mismo, y donde hemos de renunciar a cualquier tipo de diferenciación que nos recuerde cómo vivimos efectivamente, esas luchas son publicitadas como un atentado contra el buen orden de nuestras sociedades.

Luis Camacho[28] habla de una pérdida de identidad que opera como interiorización de la alienación. Así, la cultura como representación que se hace de sí un grupo humano, se ve como carencia frente a objetos materiales y características raciales diferentes. Esto lleva al abandono acelerado de prácticas simbólicas por las cuales un pueblo podría reconocerse y, a cambio, promueve la adopción de patrones de consumo y autopercepción sesgados. Sin embargo, tal sesgo y el conflicto cultural de fondo, no son percibidos por los sujetos pues se les ofrece una “ilusión de homogeneidad impuesta por la tecnología[29].

Allí donde las metáforas de la racionalidad y la blancura se encuentran operan un vaciamiento de la violencia y la destrucción producida por los sistemas de dominación. Presentar los procedimientos de conquista y sujeción como parte de un proceso civilizatorio llevado adelante por un pueblo blanco y racional, con lo cual quedaría garantizada su bondad, es olvidar de mala fe la realidad de las víctimas. Y la filosofía no tiene este derecho a seguir usufructuando de esta metáfora perversa de la blancura.

Conviene aquí recordar algo que Habermas ha defendido con inusitada fuerza en Facticidad y validez[30]. Según él, los movimientos efectuados en la posguerra, en términos de defensa de los derechos sociales, lograron sensibilizar a los ciudadanos respecto de la primacía del tema de la realización de los derechos fundamentales, es decir, permitieron advertir el valor efectivo que la nación real de ciudadanos ha de mantener sobre la imaginaria nación de miembros de una comunidad étnica.

Ya que hablábamos en el apartado anterior de una pretendida racionalidad estructural de la vida social costarricense, que en realidad operó como un mecanismo ideológico para debilitar alternativas políticas, es bueno terminar resaltando las ventajas de un debate público intenso en torno a los derechos, pues esto es fundamental para garantizar el proceso democrático en sociedades diferenciadas. En opinión de Habermas, en una sociedad pluralista tanto en lo cultural como en lo que respecta a visión del mundo, esa carga no debe desplazarse del nivel de la formación de la voluntad política y de la comunicación pública al substrato aparentemente natural de un pueblo supuestamente homogéneo.

 

Las metáforas de la igualdad

Uno de los recursos imaginarios más utilizados por los filósofos costarricenses es la pobreza resultante del aislamiento colonial. La pobreza, paradójicamente, es pensada como origen de la solidez de las estructuras democráticas. Como factor de unidad y democracia, la pobreza está presente y reconocida en casi todos los textos clásicos de la nacionalidad. Se la asume como una frontera imaginaria que impide la presencia en el país de sectores dominantes, guerras civiles, o problemas internos generados por aristocracias criollas. La pobreza iguala y pone las condiciones para una democracia ejemplar, que se asume como destino ineludible desde la colonia y aún antes[31].

En el fondo, esta tesis resulta atractiva para muchos por el tono bucólico con el cual se presenta: labriegos sencillos[32] que no tienen nada, no le deben nada a nadie y cuyo honor reside en su trabajo y en su vida sencilla, pequeños propietarios sin ánimo de riqueza y justos en su trato. Estas escenas seductoras reforzaban la idea de que la pobreza era casi una elección, una buena elección cuya recompensa estaba en la calidad ética de sus electores y, como consecuencia, en el resguardo de la vida democrática.

El poder evocador de las metáforas y el momento histórico de bonanza de la clase media costarricense en las décadas de 1950, 1960 y 1970, permitían una recepción exitosa de esas imágenes de una pobreza igualitaria y democrática. Es un período que corresponde a lo que los historiadores han llamado los años dorados, por los beneficios obtenidos por las clases medias urbanas y rurales. A finales de los años setenta, los indicadores sociales de Costa Rica respecto de las esperanzas de vida, la mortalidad infantil, la alfabetización, el empleo, la inversión en salud y educación, estaban muy por encima del resto del tercer mundo[33]. En estas condiciones, había garantías de que la población aceptara extender imaginariamente hacia atrás una relativa igualdad social. No en balde se ha dicho que en el reino de la metáfora todo es como antes[34]. De hecho, buena parte del reforzamiento emocional que obtienen los nacionalismos proviene de esta ilusión retrospectiva.

Uno de los trabajos sociológicos clásicos para rectificar esa vieja presunción es Hacia una interpretación del desarrollo costarricense: Ensayo sociológico, de José Luis Vega Carballo[35]. Allí se explica cómo, antes del siglo XIX, el régimen de propiedad de producción parcelaria no excedentaria y sub-empresarial impidió el crecimiento de las ciudades, la acumulación de capitales y la estratificación social acentuada. Es cierto, pues, que en un período de la historia costarricense la economía fue rudimentaria y familiar, y orientada al autoabastecimiento. Pero aún entonces había una cierta circulación de mercancías y una clase dominante ligada al imperio colonial. De allí que sea ilegítimo extender las condiciones simbólicas de una campesinado pobre a otros sectores que desde entonces obtienen beneficios discursivos y fiscales de una pobreza que no han sufrido. Constantino Lascaris ha desacralizado esta tesis tan utilizada por los publicistas de una democracia natural costarricense sustentada en la pobreza. Para él, los famosos párrafos de algunos gobernadores que se suelen citar como señal de pobreza, carecen de valor, pues eran para pedir a continuación la exención de impuestos[36].

Esto es todavía más claro a mediados del siglo XIX cuando, con las exportaciones de café, ocurre una verdadera transformación de las condiciones económicas y sociales de Costa Rica. La clase de los productores y exportadores de café, así como los banqueros prestamistas y los comerciantes que representaban el capital foráneo decidían las reglas del juego político casi sin ningún tipo de oposición significativa. En este contexto, una serie de relatos protonacionales, dentro de los cuales estaban incluidos los de la igualdad en la pobreza y los de la homogeneidad racial son reasumidos en el marco de un proyecto político nacional[37]. Este proyecto tendrá su consolidación filosófica, como hemos sostenido, hacia mediados del siglo XX.

Esos relatos han perdido fuerza y ya no sostienen nada. Si durante mucho tiempo ejercieron una especie de fascinación social y, al mismo tiempo, impidieron reconocer el carácter de construcción social del dolor y la desigualdad que tiene la pobreza, ya no lo consiguen más. La inserción imaginaria en la vida democrática está ahora mediada por el éxito económico, aún a costa de los criterios éticos más básicos para la convivencia. La patria es sostenida en estos tiempos a punta de transacciones comerciales y artificios jurídicos, cuya validez o cuyas consecuencias éticas y sociales no son nunca puestos en discusión[38].

 

 Conclusión

 Las narraciones, las metáforas y los imaginarios, a partir de los cuales las sociedades construyen y diseminan las redes simbólicas que las mantienen cohesionadas, no funcionan sin sufrir desgastes. Antes de ciertos límites, esto se resuelve mediante reelaboraciones discursivas o acomodamientos institucionales. Este procedimiento de cambiar algunas cosas para que nada cambie suele utilizarse más a menudo de lo razonable. Quizá el peor escenario se da cuando los relatos siguen operando mientras las condiciones materiales, a partir de las cuales alcanzaban su poder de significación, ya se han disuelto. Este mecanismo de deshistorización de la vida cotidiana y de evocar mundos que ya no están o que nunca estuvieron, es de los más evidentes a la hora de ponderar la función social de lo narrativo, lo metafórico y lo imaginario en el corpus filosófico que hemos estudiado.

Una parte de la tradición filosófica costarricense ha servido como soporte discursivo de un imaginario social en el cual la homogeneidad racial, la igualdad social, la racionalidad y la vida democrática costarricenses eran asumidas como rasgos perennes e inmutables, y traducibles a un tipo de sujeto social hegemónico con rasgos masculinos, de tez blanca, heterosexual y racional y, por tanto, ni comunista ni de izquierdas. Así hablaba y así silenciaba otras voces un discurso identitario reforzado por una pretendida tradición filosófica.

Este imaginario, sin duda, había venido siendo esbozado simultáneamente con el proceso de elaboración política de la nación costarricense, desde la segunda mitad del siglo XIX; pero su cristalización discursiva ocurrió hacia mediados del siglo XX, en un corpus filosófico, y tuvo una vigencia orgánica desde entonces hasta principios de los años ochenta. De allí en adelante, ha perdido organicidad, entre otras cosas porque las condiciones materiales y subjetivas de diversos sectores sociales costarricenses impiden la asunción de un conjunto de imágenes y relatos que han perdido su poder de significación. Por supuesto, de manera fragmentada y depotenciada, algunos hilos de ese tejido siguen operando desde sectores políticos, económicos y comunicacionales conservadores.

En su lugar se ha venido gestando un imaginario que aún permanece inarticulado y que parecería colocar el sentido de sus metáforas y narraciones ya no en un pasado bucólico, pobre, igualitario y democrático, sino en un futuro indeterminado en el cual todos podremos hacer buenos negocios y despreocuparnos de los demás y de lo demás, pues eso se nos dará por añadidura. Frente a esta imagen que disuelve la dimensión ética de la convivencia, diversos movimientos sociales proponen un proyecto de sociedad donde la diferencia no suponga desigualdad de oportunidades y en la cual la calidad de vida no atente contra las prácticas de solidaridad y el enriquecimiento de la espiritualidad.

Al mismo tiempo, el discurso filosófico dedicado a pensar la identidad cultural costarricense ha sufrido transformaciones significativas desde finales de los años setenta. Por estos años, una generación de filósofos, original y rigurosa en sus planteamientos, comienza a publicar y a investigar en torno a temas éticos, políticos, estéticos y sociales. Es cierto que no todos han tenido como objeto de sus trabajos la vida social y cultural costarricense; pero sus categorías y estrategias de análisis permiten abordar ese objeto de modo más preciso que en el pasado. Algunos de ellos discuten la historicidad y la lógica de los procesos sociales y culturales que han configurado la sociedad costarricense y que, a menudo, ponen en marcha formas de convivencia disgregantes.

Así, pues, Una parte de la tradición filosófica costarricense ha intentado, en los últimos veinte años, configurar un conjunto de categorías, herramientas de análisis que permitan pensar de manera menos ingenua el vínculo entre el trabajo filosófico y la realidad social. La racionalidad filosófica ha de tener ese carácter reflexivo y autocrítico, y es eso parte de lo que hemos reclamado de una generación para la cual la filosofía se limitaba a elaborar una imagen tramposa de la historia costarricense, sin víctimas, sin injusticias, sin manchas.

Cuando se ha dicho que Costa Rica es una construcción imaginaria no sólo se ha pensado en el carácter irreal de sus relatos. Es decir, no se mostraba solamente el lugar donde una sociedad decía estar y no estaba, o los límites que confesaba tener y no tenía. Obviamente, reconocer esas carencias es ya una forma aventajada de pensar. Pero esto no era todo. Al mismo tiempo se pretendía ayudar a comprender el funcionamiento de un conjunto de discursos que producen, ponen a circular y reproducen los horizontes éticos, estéticos y cognoscitivos conforme a los cuales esa sociedad organiza la percepción subjetiva de los conflictos de clase, de género y de raza.

No ponemos en discusión la necesidad social de crear sentido mediante narraciones. Lo que se discute son las consecuencias éticas, políticas y subjetivas de un conjunto de relatos condensados en textos filosóficos. Así como hemos dicho que quizá toda sociedad los supone en su organización, también hemos de concluir que seguramente a imaginarios patriarcales, sexistas, clasistas y racistas corresponden sociedades del mismo signo. Dichosamente, la vida social no está determinada absolutamente, y el trabajo de elaboración simbólica a favor de una vida pública igualitaria en el trato con las diferencias permanece abierto.

Posiblemente, la resolución de ciertos conflictos básicos pasa por el reconocimiento de silencios, dolores, esperanzas y proyectos no advertidos por quienes habían narrado y siguen narrando una historia improbable. Pasa también por la duda respecto de lo que otros han dicho y escrito antes, pues toda tradición exige de parte de quienes la reciben un grado de autoridad, del cual la filosofía debe dudar. Por eso, asentimos a la afirmación de Habermas según la cual ya no es posible una vida consciente sin desconfiar de toda continuidad que se afirme incuestionadamente y que pretenda también extraer su propia validez de ese su carácter incuestionado[39]. En su lugar, en el sitio vacío de esa tradición, preferimos colocar lo que llama Habermas Universalismo moral, una relativización de las propias formas de existencia atendiendo a las legítimas pretensiones de otras formas de vida. El reconocimiento de iguales derechos a los otros, a los diferentes con sus complejidades, en el fondo supone llevar al extremo de sus consecuencias la renuncia a la pretensión de universalidad de la propia cultura. El saber filosófico costarricense tendría todavía mucho que decir a este respecto. Tendría aún que aprender a comprender el tejido imaginario de las sociedades y las culturas, para saber diferenciar y disentir, para esclarecer alternativas políticas, jurídicas, éticas y estéticas que ayuden a convivir mejor. Y para lograr eso necesita seguir pensando con cuidado en las consecuencias de sus argumentos y de sus metáforas. Un ensayo como éste no ha pretendido sino señalar el lugar donde urge demorarse y detenerse a considerar algo que muchos han rehusado y siguen rehusando mirar.

 

Bibliografia

Textos Básicos

 Barahona, Luis. Ensayos. San José, Costa Rica: Departamento de publicaciones del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, 1985.

Barahona, Luis. Ideas, ensayos y paisajes. San José, Costa Rica: ECR, 1972.

Barahona, Luis. El pensamiento político en Costa Rica. San José, Costa Rica: Editorial Fernández Arce, 1970.

Barahona, Luis. Apuntes para una Historia de las Ideas Estéticas en Costa Rica. San José, Costa Rica: Ministerio de Cultura Juventud y Deportes, Dirección de Publicaciones, 1982.

Barahona, Luis. Las ideas políticas en Costa Rica. San José, Costa Rica: Departamento de Publicaciones del Ministerio de Educación Pública, 1980.

Barahona, Luis. Anatomía Patriótica. San José, Costa Rica: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1970.

Barahona, Luis. EL gran incógnito. Visión interna del campesino costarricense. San José, Costa Rica: Editorial Universitaria, 1953.

Barahona, Luis. El ser hispanoamericano. San José, Costa Rica: EUNED, 1985. (Editorial Tridente. Madrid, 1959).

Barahona, Luis. La patria esencial. San José, Costa Rica: Editorial Lil, 1980.

Bonilla, Abelardo. Historia y antología de la literatura costarricense. San José, Costa Rica: Editorial Universitaria, 1957.

Bonilla, Abelardo. En los caminos de la Unidad Centroamericana. San José, Costa Rica: EDUCA, 1973.

Camacho, Luis. Cultura y desarrollo desde América Latina. San José, Costa Rica: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1993.

Cordero, José Abdulio. El ser de la nacionalidad costarricense. San José, Costa Rica: EUNED, 1980.

Gallardo, Helio. Cultura, Política y Estado. San José, Costa Rica: Editorial Nueva Década, 1985.

Gallardo, Helio. Fenomenología del Mestizo. San José, Costa Rica: DEI, 1993.

González, Jaime. La patria del tico. San José, Costa Rica: Editorial Logos, 1995.

Jiménez, Alexander (Compilador). Costa Rica Imaginaria. Heredia, Costa Rica: Efuna, 1998.

Jiménez, Alexander (Compilador). La percepción de lo político en Costa Rica. Heredia, Costa Rica: Efuna, 1998.

Láscaris, Constantino. El Costarricense. San José, Costa Rica: EDUCA, 1975. (Segunda edición 1977. 1980, 1981, 1983, 1985, 1989, 1992, 1994).

Láscaris, Constantino y Malavassi, Guillermo. La Carreta costarricense. San José, Costa Rica: Departamento de publicaciones del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, 1975.

Láscaris, Constantino. Desarrollo de las Ideas Filosóficas en Costa Rica. San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica, 1964.

Láscaris, Constantino. Historia de las Ideas en Centroamérica. San José, Costa Rica: EDUCA, 1970-1982.

Malavassi, Guillermo. Los Principios Cristianos de Justicia Social y la Realidad Histórica de Costa Rica. San José, Costa Rica: Editorial Trejos, 1977.

Malavassi, Guillermo. Olarte, Láscaris y la Filosofía Latinoamericana. San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica, 1980.

Molina, Carlos. La voluntad de pensar: doce filósofos costarricenses. Heredia, Costa Rica: EUNA, 1993.

Molina Jiménez, Carlos (Compilador). Etica y política en Costa Rica: la visión de los protagonistas. Heredia, Costa Rica: EUNA, 1995.

Mora, Arnoldo. Los orígenes del pensamiento socialista en Costa Rica. San José, Costa Rica: DEI, 1988.

Mora, Arnoldo. Las Fuentes del Cristianismo Social en Costa Rica. San José, Costa Rica: DEI, 1989.

Mora, Arnoldo. Historia del Pensamiento Costarricense. San José, Costa Rica: EUNED, 1992.

Mora, Arnoldo. El Pensamiento Filosófico en el Repertorio Americano. San José, Costa Rica: Editorial Guayacán, 1989.

Pacheco, Francisco. Educación cívica costarricense. San José, Costa Rica: EUNED, 1982.

Pacheco, León. “El costarricense en la literatura nacional”. En Bonilla, Abelardo. Historia y Antología de la literatura costarricense. San José, Costa Rica: Trejos, 1961. (pp. 231-240).

Peralta, Hernán. “La nacionalidad costarricense”. En Bonilla, Abelardo. Historia y Antología de la literatura costarricense. San José, Costa Rica: Trejos, 1961. (pp. 547-554).

Rodríguez, Eugenio. “Deber y haber del hombre costarricense”. En Bonilla, Abelardo. Historia y Antología de la literatura costarricense. San José, Costa Rica: Trejos, 1961. (pp. 261-275).

 

 Textos de referencia  

Acuña, Victor H. “Historia del vocabulario político en Costa Rica: Estado, república, nación y democracia (1821-1949)”, en Tarracena A., y Arturo &Piel, Jean (comp.) Identidades nacionales y Estado moderno en Centroamérica. SanJosé, Costa Rica: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1995.

Acuña, Víctor H. “Memoria, olvido, impunidad y secularización política”,. En Jiménez, A.- Oyamburu, J.- González, M.A. (comp.) La percepción de lo político en Costa Rica, ., San José, Costa Rica: Editorial Fundación UNA, 1998.

Cornelius Castoriadis. El ascenso de la insignificancia. Ediciones Cátedra: Madrid, 1998.

Castoriadis, Cornelius. Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto. Gedisa: Barcelona, 1988.

Castoriadis, Cornelius. La institución imaginaria de la sociedad. 2 vol. Tusquets: Barcelona, 1983 y 1989.

Fonseca, Elizabeth. Costa Rica colonial. San José, Costa Rica: EDUCA, 1983.

Foucault, Michel. El orden del discurso. 2° edición, Barcelona: Tusquets, 1983.

Gallardo, Helio. “América Latina en la década de los noventa”, Revista Pasos. (San José, Costa Rica), 59. (Mayo-junio, 1995).

Gellner, E. Cultura, Identidad y Política. El nacionalismo y los nuevos cambios sociales. Madrid: Edit. Gedisa, 1989.

-------------------- Nacionalismo, Barcelona: Editorial Destino, 1998

Giglioli, Giovanna. “Los colores de la patria. Los colores de la idiosincrasia”, en Jiménez, A.-Oyamburu, J. (comp.),Costa Rica Imaginaria, Heredia, Costa Rica: Editorial Fundación UNA, 1998

Giglioli, Giovanna. “¿Mito e idiosincracia? Un análisis crítico de la literatura sobre el carácter nacional”. En María Salvadora Ortiz (compliladora), Identidades y producciones culturales en América Latina. San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica, 1996. Pp.

González, Alfonso. Costa Rica, el discurso de la patria. San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica, 1994.

Habermas, J. Teoría de la acción comunicativa. Volumen II. Taurus: Madrid, 1988.

Habermas, Jürgen. Pensamiento postmetafísico. Madrid: Taurus, 1990.

Habermas, Jürgen. Identidades nacionales y postnacionales. Madrid: Tecnos, 1994.

Molina, Iván y Palmer, Steven (Editores). Héroes al gusto y libros de moda. Sociedad y cambio cultural en Costa Rica (1750/1900). San José, Costa Rica: Editorial Porvenir, 1992.

Molina, J., Ivan. Costa Rica (180-1850) el legado colonial y la génesis del capitalismo. San José, Costa Rica: Editorial Universidad de Costa Rica, 1991.

Molina, Iván y Palmer, Steven. Historia de Costa Rica. Breve actualización y con ilustraciones. San José, Costa Rica: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1997.

Murillo Chaverri, Cármen. “La piel de la patria: sobre las representaciones de la diversidad cultural en C.R.”, en Jiménez, A.-Oyamburu, J. (comp.), Costa Rica Imaginaria, Heredia, Costa Rica: Editorial Fundación UNA, 1998

Palmer, Steven. “Sociedad Anónima, Cultura Oficial: Inventando la Nación en Costa Rica, 1848-1900”, en Molina Jiménez, Y. y Palmer, S. (edit.). Héroes al gustro de moda. Sociedad y cambio cultural en Costa Rica (1750/1900). San José, Costa Rica: Editorial Porvenir. Plumsock Mesoamerican Studies, 1992.

Quesada Soto, Alvaro. La formación de la narrativa nacional costarricense (1890-1910).Enfoque Histórico Social, San José, Costa Rica: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1995.

Ricoeur, Paul. Tiempo y narración. México: Siglo XXI, 1995. 3 vols.

Rovira Mas, Jorge. Costa Rica en los años 80. San José, Costa Rica: Edit. Porvenir, 1989.

 

[1] Filosofo, profesor de la Escuela de Filosofia de la Universidad de Costa Rica, investigador en el Instituto de Investigaciones Filosoficas de la Universidad de Costa Rica y en la Universidad de Salamanca. Vice-decano de la Facultad de Letras. Universidad de Costa Rica.

[2] Este texto incluye, en la parte antológica, ensayos como “La nacionalidad costarricense”, de Hernán Peralta, “Debe y haber del hombre costarricense”, de Eugenio Rodríguez, “El costarricense en la literatura nacional” de León Pacheco, y “El costarricense y su actitud política”, de Abelardo Bonilla. Aún cuando son artículos poco extensos, estos trabajos son inescindibles del conjunto de textos al que nos estamos refiriendo.

[3] En años más recientes han sido publicados trabajos filosóficos cuya textura ideológica parece coincidir con la que está presente en los textos arriba mencionados. Es el caso de Historia del pensamiento costarricense (1992) y La identidad nacional en la filosofía costarricense (1997), de Arnoldo Mora, así como La patria del tico (1995), de Jaime gonzález, y Personalidad y obra del Dr. Luis Barahona Jiménez (1997), de José abdulio Cordero. Sin embargo, aunque estos nuevos libros repiten buena parte de sus estrategias discursivas, el mundo en el cual los viejos textos adquirían su sentido ya se ha derrumbado y, en consecuencia, su recepción y su influencia ha sido otra. Esta situación muestra cómo, en ausencia de los soportes institucionales y las condiciones materiales en que fueron producidas, las narraciones, las metáforas, y aún las argumentaciones, pierden buena parte de su efecto en la vida social; también muestra que, finalmente, quizá no estemos hablando de generaciones filosóficas, sino de tradiciones discursivas que aparecen y reaparecen, engarzando de manera diversa con el mundo de la vida.

[4] Habermas, J. Más allá del Estado nacional. Madrid, 1997.P.53.

[5] Giovanna Giglioli G. “¿Mito o idiosincrasia? Un análisis crítico de la literatura sobre el carácter nacional”. En: María Salvadora Ortíz. Identidades y producciones culturales en América Latina. San José, Costa Rica, 1996. Pp. 167-206.

[6] Para ella, El mito de la inmutable idiosincrasia costarricense...ha crecido y crecido hasta convertirse en un gigante, intocable y vigilante centinela de la vida nacional en cuya sombra trabajan no sólo los políticos, sino también los intelectuales siempre ocupados en otras tareas, nunca dialogando críticamente con ese mito, al final, sencillamente aceptado por todos (Giglioli, op.cit., pág 4). Giglioli analiza un corpus que se asume como análisis histórico y sociológico de las determinaciones que operan en la realidad costarricense y que, sin embargo, no presenta un trabajo disciplinario de análisis inmanente de los procesos históricos y sociales. Más bien, operan por libre asociación de ideas, con un enfoque estático y fragmentario de la sociedad. Cuando analizan los factores determinantes de la realidad costarricense (Homogeneidad racial, Aislamiento colonial, Determinismo geográfico de la Meseta Central), tales factores carecen de toda mediación histórica como hechos acabados y primigenios ubicados en los orígenes del desarrollo nacional...determinando la realidad de manera unívoca e irreversible (Giglioli, op. cit, pág. 8).

[7] Nos interesa especialmente La metáfora viva Madrid, 1980, y Tiempo y narración 3 vol. México, 1995. El primero de ellos es un trabajo crítico en torno a la función y las posibilidades de la metáfora en la palabra, en la frase y en el discurso. Para ello, Ricoeur hace un recorrido por la retórica, la poética, la semiótica, la semántica, para terminar en un análisis y una propuesta de la relación entre metáfora y discurso filosófico. Esta relación debería reposar en un intercambio dialéctico en el cual las tensiones no sean reabsorbidas por un saber absoluto. Es decir, apuesta por un intercambio en el que las racionalizaciones de la filosofía no reabsorban sus soportes simbólicos y antes bien, la interpretación filosófica debería poder ser una modalidad de discurso que opera en la intersección del campo metafórico y el especulativo. De La metáfora viva véase especialmente el capítulo VII, pp. 345-425. El segundo texto mencionado, Tiempo y narración, estudia la reconfiguración de la experiencia del tiempo operada por las narraciones históricas y de ficción. Ricoeur encuentra que tienen en común estar estructuradas como una trama que es una síntesis de lo heterogéneo. Esto ilustra su cercanía con la metáfora, que es también una estrategia sintética.

[8] Ricoeur,P. Tiempo y narración. México, 1996. P. 31.

[9] Ibidem.

[10] Ib. P.779-780.

[11] Ib, p. 33.

[12] Ricoeur, P. Op. Cit. P. 152.

[13] Blumenberg, H. Naufragio con espectador. Madrid, 1995. P. 97.

[14] Este texto, compuesto por dos volúmenes, fue publicado, en francés, en 1975 por Editions du Seuil. El primero de ellos lleva como título L´institution immaginaire de la société 1: Marxisme et théorie révolutionnaire. El segundo aparece como L´instituion immaginaire de la société 2: L´immaginaire social et l´institution. Citaremos la traducción española editada, en dos volúmenes, por Tusquets. Del primer volumen utilizamos la versión de 1983 y del segundo volumen la de 1989.

[15] Cf. Castoriadis, Cornelius. Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto. Barcelona, 1988. En este libro se recogen varias conferencias ofrecidas por Castoriadis. Una de ellas es particularmente importante para precisar conceptos presentes en La institución imaginaria de la sociedad. Su título es “Lo imaginario: la creación en el dominio histórico-social” y en él se lee: Llamo imaginarias a estas significaciones porque no corresponden a elementos “racionales” o “reales” y no quedan agotadas por referencia a dichos elementos, sino que están dadas por creación, y las llamo sociales porque sólo existen estando instituidas y siendo objeto de participación de un ente colectivo impersonal y anónimo.

[16] En torno a esta dificultad de reducir lo social a lo funcional, Castoriadis apela una y otra vez en su texto al lugar de Dios en la vida social; se pregunta cómo ese imaginario implica cosas que trascienden motivos funcionales y sobreviven a las circunstancias que los hicieron nacer y que muestran en lo imaginario un factor autonomizado de la vida social.

[17] Castoriadis, C. La institución imaginaria de la sociedad. Tomo 1. Barcelona, 1983. P. 280. Para Castoriadis, lo imaginario no es una desviación reconocible desde un presente o un pasado puramente racionales. El imaginario griego, por ejemplo, con sus dioses y su universo mítico, hizo que el mundo griego no fuese un caos y que la diversidad pudiera ser ordenada sin ser aplastada. De la misma manera, podríamos decir que la sociedad capitalista se representa y trata a los seres humanos como algo menos que cosas, y así se ordena, así ordena su desorden. En este sentido, una de las dimensiones de lo imaginario consiste en asegurar la funcionalidad de cada sistema, su orientación específica.

[18] Esta idea acerca del vínculo entre la ficción y la historia de las víctimas es parte del análisis que hace Ricoeur sobre el entrecruzamiento entre la historia y la ficción en el tercer volumen de Tiempo y narración. Cf. Ricoeur, P. Tiempo y narración. Vol III. México, 1995. Pp. 909-917.

[19] Seguimos en este apartado el esquema general de la tesis de Benedict Anderson acerca de la invención de las naciones. No ahondamos en ciertas precisiones pues no es el caso. Cf. Anderson, B. Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México, 1997. También tenemos presentes algunas tesis de Eric Hobsbawm que refuerzan las de Anderson. Cf. Hobsbawm, E. Naciones y nacionalismo desde 1870. Barcelona, 1998.

[20] La tesis es retomada y ampliada en textos de Constantino Láscaris C. y Arnoldo Mora R. Cf. Láscaris, Constantino. Desarrollo de las ideas filosóficas en Costa Rica. San José, Costa Rica, 1983. Mora, Arnoldo. Historia del pensamiento costarricense. San José, Costa Rica, 1993. Del mismo autor, La identidad nacional en la filosofía costarricense. San José, Costa Rica, 1997.

[21] Cf. Bonilla, Abelardo. Op. cit. p. 34. A propósito de explicaciones líricas de la vocación conceptual y racional de la cultura costarricense, no debe olvidarse que también se asientan en un marcado desprecio del mestizaje. En el imaginario social costarricense quizá pocos núcleos de significación estén tan diseminados como la homogeneidad racial..

[22] Láscaris, Constantino. Op. cit. p. 16.

[23] Láscaris, Constantino. Op. cit. p. 17.

[24] Castoriadis, aludiendo a la complejidad de lo social y al hecho de que no es una mera adición de redes intersubjetivas, afirma que lo social es lo que somos todos y lo que no es nadie, lo que jamás está ausente y casi jamás presente como tal, un no-ser más real que todo ser, aquello en lo cual estamos sumergidos, pero que jamás podemos aprehender “en persona”. Cf. Castoriadis, C. Op. Cit. P. 191. Para Castoriadis, el mundo de lo social y lo histórico es algo indisolublemente tejido a lo simbólico. Por supuesto, hay actos, como parir, consumir, amar, o bien productos materiales, que no son siempre ni directamente símbolos ; pero esos actos y esos productos son imposibles fuera de una red simbólica. Las relaciones sociales son siempre instituidas pues han sido planteadas como conductas simbolizadas y sancionadas. Para Castoriadis, la historia es posible porque los seres humanos actuan en un medio simbólico que es siempre indeterminado, es decir, que está abierto a la producción de nuevos sistemas de significaciones.

[25] Cf. Peralta, Hernán. Op. cit., pág. 549 y 552.

[26] Cf. Bonilla, Abelardo. Op. cit., pág. 278.

[27] Gallardo amplía estas categorías en Fenomenología del mestizo San José, Costa Rica, 1993.

[28] Luis Camacho, Giovanna Giglioli, Helio Gallardo, Elizabeth Muñoz, Marielos Giralt y Fernando Leal, entre otros, forman parte de una generación de filósofas y filósofos costarricenses empeñados en acercar el saber filosófico a los desafíos éticos y políticos de la vida cotidiana. Esta ponencia se inscribe en una sensibilidad y una manera de ver el oficio filosófico que ellos han ido delineando.

[29] Cf. Camacho, Luis et. al. Cultura y Desarrollo desde América Latina San José, Costa Rica, 1993, págs. 15 y 38.

[30] Habermas, J. Facticidad y validez. Madrid, 1998.

[31]Cf. Giglioli, Giovanna. “¿Mito o idiosincrasia? Un análisis crítico de la literatura sobre el carácter nacional”. En: Ortiz, María Salvadora. Identidades y producciones culturales en América Latina. San José, Costa Rica, 1996. Además, Láscaris, Constantino. Desarrollo de las ideas filosóficas en Costa Rica. San José, Costa Rica, 1983. Un texto especialmente útil por su carácter antológico es el de Abelardo Bonilla, Historia y Antología de la literatura costarricense San José, Costa Rica, 1961.

[32] El himno nacional exalta, en una de sus estrofas, a los hijos de Costa Rica, como “labriegos sencillos”, que han conquistado “eterno prestigio, estima y honor”.

[33] Cf. Molina, Iván y Palmer, Steven. Costa Rica 1930-1996. Historia de una sociedad. San José, Costa Rica, 1997.

[34] Blumenberg, H. La inquietud que atraviesa el río. Un ensayo sobre la metáfora. Barcelona, 1992, p. 22. Más adelante, en este mismo texto, se habla de un mecanismo de la nobleza que también podría aplicarse a la metáfora. “Al menos, por lo que respecta al tiempo hay todavía una dimensión en la que lo inalcanzable se ha conservado de forma plena y definitiva: el pasado. Arnold Gehlen ha demostrado, poniendo como ejemplo a la nobleza, que ésta aumenta su calidad social en la medida en que ha perdido su función y su capacidad de expansión. Ha adquirido así el precioso valor de una sustancia no multiplicable que, de acuerdo con sus condiciones de origen, sólo podía producirse en el pasado”. Blumenberg, op. Cit , p.72.

[35] Vega Carballo, José L. Hacia una interpretación del desarrollo costarricense: Ensayo sociológico. 3ª edición. San José, Costa Rica, 1982.

[36] Lascaris, C. Op. Cit. P.14. Lo mismo sigue ocurriendo con políticos y empresarios.

[37] Cf. Palmer, Steven. “Sociedad Anónima, Cultura Oficial: inventando la Nación en Costa Rica, 1848-1900”. En: Molina, Iván y Palmer, Steven (Editores). Héroes al gusto y libros de moda. Sociedad y cambio cultural en Costa Rica (1750/1900). San José, 1992, págs. 169-211. El artículo de Palmer propone tres tesis complementarias: 1º las variadas concepciones que tenían los costarricenses de su comunidad política antes de 1880 deben ser entendidas como protocolonialismos; 2º una idea coherente y estable de la nación surgió en Costa Rica hacia la década de los ochenta, en forma de nacionalismo oficial, es decir, como producto imaginario de lo intelectuales liberales cercanos al gobierno; 3º ese nacionalismo oficial se apropió de narraciones, imágenes y figuras de las culturas populares, readecuándolas de tal modo que perdieron su vínculo con fuentes populares, protonacionales y nacionales. Victor Hugo Acuña y María Amoretti han escrito algunos textos que permitirian ampliar, delinear y discutir las tesis de Palmer. Por ahora hemos preferido no analizar sus diferencias y acuerdos. Lo que puede notarse en este proceso es que el imaginario nacional es de una solidez tal que una vez puesto en marcha se apropia de la capacidad de dar sentido y resignificar lo que no era nacional. De este modo, algunos filósofos costarricenses piensan la nación en un tiempo donde aun no había nación.

[38]En Costa Rica ocurre algo paradójico con el discurso patriótico. Quienes creen ser sus portadores le apuestan a medidas económicas y políticas que ponen en venta la patria. ¿Ser patriota es desear la desaparición de la patria? Al menos esto parece desprenderse de los principios ideológicos de quienes se confiesan tales: publicistas de una globalización que opera asimétricamente, disolviendo la eticidad de la convivencia y colocando en su lugar normas de eficiencia que no tienen reparos ni atenuantes ligados a la sociabilidad, los afectos, o la salud de sus sujetos.

[39]Habermas, Jürgen. Identidades nacionales y postnacionales Madrid, 1994, pág. 114.