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Grupo de Trabalho 4
Cuerpos en Conflicto. la construcción de la identidad y la diferencia en el País Vasco a finales del siglo XIX.

 José Javier Díaz Freire[1]
Mercedes Arbaiza Vilallonga

 

Se dice que en Bilbao, en el País Vasco, sobre todo en invierno la gente viste de azul. De acuerdo con esta opinión, ampliamente difundida entre los naturales de la localidad, ese color, sobre todo en sus tonalidades más intensas, forma parte de las señas de identidad de los bilbaínos. Tan es así que incluso una modalidad de azul ha sido bautizada como azul Bilbao. El azul parece representar la personalidad hermética, junto con la frugalidad y rectitud de los miembros del país. Hay otros rasgos que también parecen condensar la identidad vasca. El vasco aparece asociado a un cuerpo poderoso, cuya mejor encarnación debería buscarse entre los practicantes de los denominados deportes rurales y quizás de entre ellos en los levantadores de piedra y los cortadores de troncos. Sus figuras se repiten en los suvenirs que son ofrecidos a los turistas. También los bustos representando el semblante característico de una anciana y un anciano campesinos. Sus caras pretenden sintetizar el tipo físico característico de los vascos. Destacan de su fisonomía dos rasgos: la nariz afilada y unas orejas muy desarrolladas. Estas últimas adquieren gran importancia, hasta el punto de constituirse en un elemento fundamental de la identidad. Forman una frontera en torno a la que se ha articulado, hasta fechas muy recientes, el ellos y el nosotros. Los extraños al país se denominaban “orejicortos”, en euskera “belarrimotz”, queriendo significar con ello su pertenencia a una raza distinta. Se han apuntado también otros muchos aspectos de la apariencia pero los señalados son quizás los más importantes.

A la vista de éstos comentarios podría parecer que la identidad vasca reposa en la selección de unos determinados atributos físicos que se consideran característicos de los vascos. La producción de la diferencia nacional se haría por tanto depender del señalamiento de unos hitos corporales que se consideran distintivos, sean estos biológicos o culturales; entre estos últimos el color azul, unas supuestas nobleza y la honradez en el trato o la parquedad en la expresión. Que la identidad y la diferencia aparezcan como resultantes de similitudes y disimilitudes observables en los cuerpos parece poner en entredicho las categorías de lo que se ha dado en llamar el giro lingüístico. Lo que ofrecemos a continuación es, pues, en primer lugar, una revisión de las asunciones teóricas y metodológicas de la filosofía del lenguaje con el fin de señalar sus insuficiencias para una teorización productiva desde el prisma de la historia social  de la diferencia y la identidad. Propondremos además el paradigma de la incorporación (embodiment) como una vía fecunda de superar esas insuficiencias: defenderemos la idea de que la diferencia depende de la invención de un determinado cuerpo individual y social. Y evaluaremos, por último, esta propuesta con el estudio de la creación de la diferencia nacional vasca y de la diferencia de clase en el País Vasco del cambio de siglo.

 

El paradigma discursivo.

El asunto de la filosofía, desde Hegel a Husserl, -dice Heidegger- “es la subjetividad”, es en ella y mediante ella como se ofrece y asegura la posibilidad de fundar la objetividad de todas las cosas (el ser del ente). En otros términos,  niega la prioridad de la interrogación sobre la posibilidad de una aprehensión verdadera del objeto por el sujeto, de lo real por los seres humanos. Heidegger remite a un problema previo, el del ámbito en el que los seres aparecen.  Sólo cuando los seres están ya constituidos nos podemos preguntar sobre el contenido de verdad de lo que piensan sobre sus relaciones recíprocas. En esta tarea de descubrir el campo en el que el ser aparece tan sólo tenemos el auxilio del lenguaje: “El lenguaje -afirma- es la Casa del Ser”[2]. Grassi muestra una sorprendente semejanza entre la tesis heideggeriana del lugar preeminente del lenguaje en el estudio de la aparición del ser y la tesis viquiana sobre la función de la palabra poética. “El problema para Vico -afirma- es aquello que abre el reino de la sociabilidad humana, e identifica esta apertura original con la palabra metafórica poética”[3]. El discurso (manifestaciones culturales, formas simbólicas...) aparece como -aceptando la tesis de Heidegger y Vico- el ámbito donde ese sujeto, en trance de constitución (incluso ya constituido), debe ser explorado.

El rasgo quizás más estridente de las similitudes entre Vico y Heidegger es que mientras éste construye sus proposiciones en el marco de una filosofía antihumanista, el primero culmina, si aceptamos la proposición del citado Grassi, la filosofía de tradición humanista. Esto nos puede ayudar a entender la aceptación del giro hacia el discurso por gran parte de la historiografía actual, incluso por aquella más volcada hacia el estudio de los hombres y mujeres en sociedad. La historia del discurso ya no aparece así, necesariamente, como resultado del seguimiento de una moda intelectual o como efecto de influencias espúreas en la misma aprovechando un contexto de debilidad de la disciplina, sino como respuesta a necesidades específicas encontradas en la propia práctica de la historia; el giro hacia el discurso encuentra explicación como un movimiento obligado, en el contexto actual, para los saberes que persiguen un conocimiento humanista del mundo social. ¿Pero dónde reside esa obligación, o, lo que es lo mismo, cuáles son las características de ese contexto?.

En nuestra opinión, lo que ha determinado la evolución hacia el discurso de una parte muy importante de la historiografía actual -singularmente de la historia social- es un contexto marcado por la destrucción de los sujetos históricos tradicionales -mientras se asiste a la emergencia de otros nuevos-, y por la profunda erosión de las filosofías de la historia hasta ahora consolidadas. La influencia de la condición postmoderna sobre la historia, lo sería, más como marco histórico en el que nacen las nuevas orientaciones de la disciplina, que como escenario intelectual dominado por la teoría poshistórica, aunque distinguir entre ambas sea una tarea practicamente imposible, pues son manifestaciones de una misma realidad, y ello a pesar de que esa influencia no sea en absoluto despreciable. La historia social actual enfrenta como problemas prioritarios el de las condiciones de aparición del sujeto y el de los fundamentos de la acción del mismo, pero ha de hacerlo bajo la sospecha del concepto de verdad, es decir, sin la presunción de que este sujeto pueda tener un acceso verdadero a las condiciones reales de su existencia; en todo caso esta inmediatez entre realidad y conciencia podría ser un resultado de la investigación pero no un apriori de la misma.

El rechazo de la metáfora arquitectónica de base y superestructura como forma de explicar la realidad social –algo en lo que el concepto thompsiano de experiencia tuvo una importancia fundamental-, abrió el camino a una resolución de los problemas analíticos de las historia social priorizando el problema de la percepción de lo real; lo que a la postre ha favorecido la introducción de las categorías de la filosofía del lenguaje. El punto de partida de aquellos intelectuales influidos por esa filosofía podemos ilustrarlo con la tesis de Ricoeur de que “nunca estamos relacionados directamente con lo que se llaman las condiciones de existencia, las clases, etc.”[4], sino que estas condiciones han de ser representadas al sujeto por algún intermedio. De este modo,  para explicar la conciencia, y por ende la acción humana, no basta con conocer los acontecimientos objetivos que están presentes en un determinado periodo histórico y atribuirles, luego, determinado efecto en la conciencia a través de la experiencia.  Se torna radicalmente necesario conocer los modos de percepción de la realidad que caracterizaban dicho periodo histórico, porque solamente conociéndolos podremos calibrar su eficacia en la modelación de la conciencia. Lo que a la postre resulta significativo de un momento histórico no es por tanto la experiencia, como una determinada aprehensión de la misma.

Esta última idea ha cobrado una creciente importancia en el campo de la historia, constituyéndose en la piedra angular sobre la que se edificó una renovación de los temas y la metodología de la disciplina. Es responsable, además,  en el campo de la historia social, de la quiebra de la relativa unanimidad que iba forjándose en torno al concepto de experiencia. Aunque podemos citar otros trabajos[5] el libro de Stedman Jones, Lenguajes de clase, ostenta, en buena parte, la responsabilidad de ese revolcón sufrido por la práctica de la historia. El motivo principal de esta transformación radica en el papel atribuido al lenguaje en la delineación de la realidad social. Así, Stedman Jones considera que la experiencia no puede ser separada del lenguaje que estructura su articulación, lo que le lleva a afirmar la materialidad del mismo y a desechar aquellas concepciones que lo contemplan como un mero reflejo de un hecho existencial.

La adopción del paradigma discursivo por parte de los historiadores sociales tiene consecuencias decisivas sobre el modo en que estos contemplan conceptos como los de sujeto, identidad y diferencia que constituyen la preocupación de este trabajo. Desde nuestro punto de vista, adoptando los principios de la filosofía del lenguaje, sujeto, identidad y diferencia, pero también experiencia y conciencia, se convierten en epifenómenos de las narraciones, que devienen sus verdaderos principios constitutivos. Se afirma que sujeto e identidad son el producto de una determinada estructuración linguística de la realidad; tal es el caso del movimiento cartista estudiado por Stedman Jones para quien los perfiles que adopta el movimiento dependen de la utilización de un determinado lenguaje de clase. Lo que permite que los seres humanos puedan constituirse como sujetos, o lo que es lo mismo que puedan reconocerse una identidad, es la adopción de una representación de las coordenadas de espacio y tiempo en que se hallan inscritos. Sujeto e identidad aparecen por tanto como un producto de la ubicación del yo en el transcurso del tiempo, como el resultado de una respuesta a su demanda de sentido a través de una narración. Por contra, la diferencia no sería sino el producto del estallido del sujeto y la identidad, la imposibilidad de la constitución discursiva del sujeto. La inevitabilidad del recurso a un proceso de textualización se explica atendiendo al carácter de la realidad que se afirma fundamentalmente no narrativa y no representacional, por lo que para aproximarnos a la misma debemos incluir alguna forma prioritaria de textualización y (re)construcción narrativa[6].

Aún afirmando, un concepto referencial del lenguaje, o la doble determinación, material e ideal, en la conformación de los hechos de conciencia, las asunciones que promueve la filosofía del lenguaje conducen a una concepción idealista de la realidad social, por cuanto suponen una tendencia irresistible a la desaparición de lo material en beneficio de las construcciones del pensamiento. Rorty, una de las autoridades más caracterizadas de “el giro linguístico” que experimentó la filosofía en los años sesenta, explica sus características afirmando que contribuyó “a sustituir la referencia a la experiencia como medio de representación por la referencia al lenguaje como tal medio -un camino que, en la medida que ocurrió, hizo más fácil el prescindir de la noción misma de representación (vínculo entre creencia y realidad, que incluye un concepto de verdad y presupone un sujeto)”. Podríamos apostillar que un camino muy similar a este se observa en el acercamiento de la historia al discurso, que desemboca para muchos autores en una negación del referente. Además, y continuando con Rorty, “si nos desembarazamos de la idea de que hay representaciones, entonces queda escaso interés en la relación entre la mente y el mundo o el lenguaje y el mundo” y la atención se desplaza al estudio del propio lenguaje[7]. Los procesos discursivos aparecen como ámbitos que –según asegura Gadamer-“desarrollan su propia fuerza de verdad a través de lo que es relatado” y no en función de una certeza exterior a los mismos[8]. El punto de confluencia de todo esto es la defensa de una ontología hermeneutica -de la que los autores citados, junto con Ricoeur, son caracterizados exponentes- que partía de la identificación heidegeriana entre ser y lenguaje.

 

La incorporación.

La resolución de las dificultades analíticas de la historia social ha conducido, en el contexto postmoderno de los años 80 y 90, a una idealización de los instrumentos heurísticos fundamentales de la disciplina. Ante esta situación numerosos autores han reaccionado con algún grado de crítica hacia las asunciones de la historia del discurso, en muchos casos todavía dentro de los própios parámetros de la filosofía del lenguaje. La necesidad de rescatar la dimensión material de lo real que parecía irse desvaneciendo bajo la égida de las formas linguísticas orientaba esa crítica. El mismo objetivo cabe encontrarse en aquellos autores, escasos todavía dentro de la historia, que proponen el paradigma de la incorporación. En efecto, quienes proponen el cuerpo en el centro de sus análisis están convencidos de que permitirá reformular nuestras teorías a propósito de la cultura, de la experiencia y del sujeto, añadiendo una dimensión material a nuestras nociones de cultura y de historia[9]. Puede pues convertirse en un instrumento útil para evaluar la trascendencia de los discurso políticos para la creación de la identidad y la diferencia.

La estrategia que siguen los citados autores se centra en descartar la necesidad de la mediación linguística para experimentar lo real, pero se extiende más allá hasta cuestionar la prioridad de lo mental en la percepción de la realidad y la misma distinción entre cuerpo y mente. El antropólogo Csordas aborda decididamente la tarea de afianzar teóricamente la incorporación redefiniendo la relación entre lenguaje y experiencia. En su opinión, “uno no necesita concluir ni que el lenguaje es sobre otra cosa que si mismo, ni que el lenguaje constituye completamente la experiencia, ni que el lenguaje se refiere a la experiencia que no puede se conocida de otra manera. Uno puede sin embargo argüir que -continua- el lenguaje da acceso a un mundo de experiencia tanto como la experiencia viene, o es traída, al lenguaje”. Lo que quiere enfatizar, en definitiva, es la inseparabilidad de lenguaje y experiencia. Así lo hacen también otros muchos autores para quienes la actividad humana del vivir y del conocer son la misma cosa. Defienden, como vemos una interconexión mutua entre lo ideal y lo material que se presentan inseparadamente en el cuerpo. Y que es responsable de que la propuesta del paradigma de la incorporación no se haga planteándolo como una alternativa a la textualidad sino como su interlocutor dialéctico[10].

El paradigma de la incorporación define un nuevo objeto teórico, el cuerpo. Por cuerpo podemos entender diversos objetos de investigación, por ello quizás resulte útil atender a la distinción que ofrecen Scheper-Hugues y Lock en el sentido de que es posible identificar tres cuerpos. El cuerpo individual, el social y el político. El primero se refiere a la experiencia vivida del cuerpo como entidad, el segundo a los usos representacionales del cuerpo como un símbolo de la naturaleza, la sociedad y la cultura y el tercero a la regulación y el control de los cuerpos[11]. Esa diversidad de cuerpos ya permite adivinar una variedad en los enfoques de su estudio, que podemos entender como organizada en torno a una línea de demarcación fundamental: la que separa a aquellos autores que entienden el cuerpo como un agente activo de aquellos otros que lo perciben como una entidad pasiva. Sobre esta se superpone una nueva diferenciación que separa a quienes contemplan el cuerpo como un problema de semiosis, que reducen el cuerpo al estatuto de un signo, frente a quienes lo describen como actividad material. Jackson cree adivinar tres principales problemas en la antropología sobre el cuerpo: el de reducirlo a un conjunto de operaciones cognitivas y semánticas, el de reducirlo al estatus de un signo y el de concebirlo como algo pasivo, inerte y estático[12]. Turner, por su parte, afirma que la elevación del cuerpo a la plaza ocupada por el sujeto, el agente y el individuo social en formas anteriores del pensamiento social occidental ha venido acompañada de una sutil transformación del cuerpo, que ha dejado de ser un objeto físico o una actividad material para convertirse en una serie de discursos concebidos en una manera neo-estructuralista como fenómenos semióticos autónomos. El mismo autor cree identificar en esas posiciones contrapuestas sobre el cuerpo una batalla entre los aspectos emancipatorios y reaccionarios de la cultura postmoderna actual[13].

Turner califica de “anticuerpos” a quienes defienden una concepción postestructuralista del cuerpo, por cuanto abogan, en su opinión, por un concepto de cuerpo individual, abstracto, singular, intrinsicamente  auto-existente y socialmente no conectado. Defiende por el contrario, una idea de cuerpo que reconoce en los nuevos movimientos políticos y que se caracteriza por procesos de actividad auto-productiva, a la vez subjetiva y objetiva, ideal y material, personal y social y que da como resultado un agente que tanto produce discursos como los recibe[14]. La escisión que se produce en torno a las teorizaciones del cuerpo refleja que a pesar de haberse invocado este como una forma de rescatar la dimensión material de lo real, no puede escapar fácilmente a las presiones idealistas del pensamiento actual. Algo no tan extraño, si reparamos en que la preocupación por el cuerpo debe mucho al primer tomo de La historia de la sexualidad de Foucault, precisamente la obra que muchos autores señalan como el hito fundante del postestructuralismo.

Algunos autores que han buscado escapar de la influencia postestructuralista y que defienden una concepción social y material del cuerpo han buscado apoyo en la teoría fenomenológica, aunque otros se han dirigido a la obra de Bourdieu; probablemente las dos teorías de la incorporación más importantes. Es el mismo camino que pensamos realizar nosotros. Así por ejemplo, Lyon y Barbalet recurren a la teoría fenomenológica para fundar una teoría de la acción social que hacen depender del concepto de emoción. En su opinión, la capacidad humana para la agencia deriva precisamente de la experiencia vivida de la incorporación y la emoción no sería sino la experiencia evaluada a través de esa incorporación[15], con lo que excluyen la necesidad de elaborar esa experiencia a través de alguna forma de textualización. Nosotros queremos reelaborar la importancia de los discursos en la producción de las diferencias, lo que nos conducirá a examinar de nuevo la relación entre lenguaje y realidad y, en definitiva, a defender un concepto de la diferencia más dependiente de la práctica que de la representación.

Frente a las teorías dependientes de la filosofía del lenguaje que entienden la realidad como un constructo lingüístico alojado en la mente, la fenomenología ofrece un modo alternativo de contemplar la percepción que se basa en el concepto de “ser del mundo” y tiene al cuerpo como su protagonista. De acuerdo a esa noción, y en palabras de Merleau-Ponty, “mi cuerpo tiene su mundo o comprende su mundo sin tener que pasar por unas ‘representaciones’, sin subordinarse a una ‘función simbólica’ u ‘objetivante’”. “Nuestro cuerpo –afirma- no es un objeto para un yo pienso” porque ese cuerpo que es “nuestro medio general de poseer un mundo” tiene una evidencia antepredicativa  y no una conciencia objetiva del mismo[16].  Las formas linguísticas no son para Merleau-Ponty el intermedio entre nuestra conciencia y la realidad  porque ni siquiera es nuestra mente el interlocutor único de la realidad.

Aunque algunos autores afirman con acierto que la fenomenología y el constructivismo estructuralista de Bourdieu son incompatibles y aunque el mismo Bourdieu advierte que la fenomenología “amenaza con convertirse en un obstáculo para la comprensión completa de la compresión práctica y la própia práctica, porque es totalmente antihistórica e incluso antigenética”, la idea de conocimiento por el cuerpo de Bourdieu también quiere alejarse del mentalismo y del intelectualismo cuando afirma que “garantiza una comprensión práctica del mundo absolutamente diferente del acto intencional de desciframiento consciente”. En opinión del sociólogo francés, “las estructuras cognitivas que pone en funcionamiento (el agente) son el producto de la incorporación de las estructuras del mundo” y no el fruto de una consciencia conocedora[17].

De acuerdo a los dos autores, podríamos quizás afirmar que el destinatario de los discursos no es la mente, o por lo menos no la mente separada del cuerpo, sino este último entendido como unidad inseparable. Lo que nos permite reformular enteramente la comprensión de los discursos que nos ha ofrecido la filosofía del lenguaje. Merleau-Ponty en Fenomenología de la percepción, realiza un análisis del hábito motor que prolonga al análisis del hábito perceptivo. Así, y tras afirmar que no se comprenden los gestos “por un acto de interpretación intelectual” y que el gesto “indica ciertos puntos sensibles del mundo, asegura que “la palabra es un verdadero gesto”, con lo que inaugura una forma de interpretar los hechos del lenguaje que creemos puede ser muy fructífera. Para el filósofo francés, aunque comprender un lenguaje implica conocer su vocabulario y su sintaxis, eso “no quiere decir que las palabras operen en mí suscitando unas ‘representaciones’”. “No es con unas ‘representaciones’ –continua- o con un pensamiento que primero, comunico, sino con un sujeto hablante, con cierto estilo de ser y –y esto nos parece lo más importante- con el ‘mundo’ que él enfoca”. “¿Qué expresa el lenguaje, pues, si no expresa unos pensamientos?- se pregunta-. Presenta o, mejor, es la toma de posición del sujeto en el mundo de sus significados. El término ‘mundo’ no es aquí – aclara- una manera de hablar: quiere decir que la vida ‘mental’ o cultural toma prestadas a la vida natural sus estructuras y que el sujeto pensante debe fundarse en el sujeto encarnado”. El lenguaje expresa por tanto algo exterior a si mismo, enfoca un mundo, que, sin embargo, está contenido también de hechos linguísticos. Esto no impide que el “gesto fonético” realice, “para el sujeto hablante y para cuantos le escuchan, una cierta estructuración de la experiencia, una cierta modulación de la existencia”, pero en una vía muy diferente a la que proponía la filosofía del lenguaje. Para esta última los discursos eran anteriores a la experiencia, mientras que para la fenomenología se confunden con ella[18].

Todo ello nos permite replantearnos la producción de la diferencia y la identidad que no sería el resultado de una operación lingüística sino el producto de una incorporación distintiva. La diferencia y la identidad no aparecerían ya, de acuerdo a la hipótesis que planteamos, sino como la identificación, también incorporada, de cuerpos con rasgos distintivos, lo que otorgaría una enorme importancia a la práctica en la gestación de ambas. En efecto, una parte importante en la incorporación de la diferencia y la identidad residen en una forma de llevar y usar el cuerpo, en una hexis, que es aprendida a traves de la imitación. Y en la que la imitación prestigiosa de Mauss tendría una gran importancia. Los discursos susceptibles de tener una incidencia notable sobre la producción de la identidad y la diferencia lo serían, primeramente, por ser discursos sobre el cuerpo y porque su contenido sería incorporado por los receptores modelando su hexis corporal, debido sobre todo, a su capacidad para suscitar emociones. Los discursos sobre la identidad y la diferencia tienen, pensamos, como destinatario al cuerpo y es el cuerpo el que los comprende. Las páginas que siguen quieren evaluar las hipótesis anteriores estudiando el proceso de formación de las identidades modernas en el País Vasco a través de la producción de la diferencia nacional vasca y de clase.

 

La sentencia del oráculo.

La creación de la diferencia nacional vasca lo fue de lo que nosotros venimos a denominar: el cuerpo vasco. En ese proceso la obra de Sabino Arana Goiri tuvo una importancia fundamental pues a él se debe la mayor parte del impulso doctrinal y organizativo que dio lugar al primer nacionalismo vasco. La obra de Sabino Arana abarca desde mediados de los años 80 del siglo XIX hasta 1903, fecha de su muerte, y se instala, por tanto, dentro del período de formación de las identidades modernas en el País Vasco, de la que el propio nacionalismo fue con toda probabilidad la expresión más importante y duradera –sin olvidar el socialismo-, pues el nacionalismo ha conseguido alcanzar el presente con enorme vitalidad, si bien los términos en los que hoy se contempla difieren, en parte, de los que la caracterizaron hace más de un siglo. El presente apartado muestra que Arana entendía el proceso de construcción nacional vasca como el proceso de desarrollo de unas representaciones cuyo contenido podría resumirse en la consigna: Euskadi es la patria de los vascos. Sin embargo, mientras realizaba esta tarea, lo que fundamentalmente estaba haciendo, y que analizamos en el apartado siguiente, era construir un discurso sobre los cuerpos. Este discurso proponía la identidad vasca como el reconocimiento de unas características físicas extensibles a todos los cuerpos de los vascos. La primera conclusión de estos dos apartados podría resumirse en la centralidad del cuerpo para la construcción de la identidad y la diferencia vascas.

Podríamos inscribir el pensamiento de Sabino Arana dentro del romanticismo positivista. Sus protestas de sometimiento a la razón son constantes, pero no se traducen  sino en la adhesión inquebrantable a una verdad que se juzga perfecta para los fines perseguidos, lo que le valdrá a él y a su movimiento, primero denominado bizkaitarrismo y luego nacionalismo, la acusación de falsificar la realidad presente y sobre todo histórica del País Vasco. “Ante las glorias excelsas que adornan a esta nación (sin mentar las de orden religioso) –afirma Arana-, por ser su origen tan antiguo como desconocido, bellísima y singular su lengua, por no haber sido jamás conquistada y por contar con una Ley propia e indígena admirable, ¿qué leyenda, tradición o hecho histórico puede ya halagar el corazón del euskeldun, y que gloria podrá presentársele que no sea tenida por pueril o de un orden ínfimo e insignificante respecto a aquellas que nadie será capaz de negarle si no quiere llamarse necio?[19]. Las glorias nacionales son la manifestación de un concepto de nación inmanente a la que se ha de acceder por desvelamiento. En el pensamiento de Arana, nación y verdad son la misma cosa.

Son muchas las páginas de la obra de Arana que recogen la sentencia del oráculo de Delfos: conócete a ti mismo. Y al igual que en la Grecia clásica, también aquí se buscaba un efecto político. La introspección individual y colectiva que se demanda busca el rechazo de la identidad nacional española y su sustitución por la identidad nacional, primero vizcaina y luego vasca. Al obrar de este modo, Sabino Arana pretendió reproducir en el conjunto de los vascos su propia trayectoria individual: la misma que gracias al adoctrinamiento de su hermano le apartó del patriotismo español para adentrarle en el vasco. Al menos así es como él lo refiere, por más que una explicación semejante de su conversión al nacionalismo remita de inmediato al bautismo de Jesús por su hermano Juan. De lo que no cabe duda es de que para Arana la desespañolización requiere la entrada en contacto con la verdad nacionalista, lo que no es óbice para que algunos “extraviados” no obstante la rechacen. “Háseles puesto de manifiesto los engaños de los que abusan de su buena fe con el cinismo del más solapado enemigo, y, no obstante, han permanecido sordos y ciegos, sin importárseles un ardite la voz de su conciencia, que rinde culto a la verdad a pesar de sus innobles esfuerzos por ahuyentarla”[20].

Sin embargo, la reacción más común a la llamada de Sabino Arana no fue el rechazo, habida cuenta de la progresión del nacionalismo. Lo que es más dudoso es que ésta se debiera, tal y como creía el lider nacionalista, al efecto de sus ideas sobre la mente de los receptores de las mismas. Para Arana el nacionalismo es un efecto del conocimiento, por eso puede definir el patriotismo como el “amor a las doctrinas patrias”[21], pero en la medida que es un sentimiento no opera sólo sobre la mente sino también sobre el corazón. De hecho su mandato a los vizcaínos primero, y a todos los vascos después, es que "destierren radicalmente de su mente y desarraiguen de su corazón los sentimientos, las inclinaciones y el modo de ser españolistas”[22]. Todo ello habría de conseguirse gracias a la intensa acción propagandística desarrollada por Sabino Arana a través de sus iniciativas en prensa, mediante la publicación de folletos y libros y gracias a la propia constitución de una organización, el Euskeldun Batzokija, y el Partido Nacionalista Vasco después, que representaba todo el corpus doctrinal que él defendía.

De acuerdo a la sentencia del oráculo, los vascos debían interrogarse por su identidad, lo que les llevaba a preguntarse “¿Somos españoles?” y a responderse negativamente. En ese juego de preguntas y respuestas se agotaba todo el proceso de nacionalización que les conducía a afirmar la nacionalidad vasca. “Los bizkainos –respondía Arana- no somos españoles ni por la raza, ni por el idioma, ni por las leyes ni por la historia”[23]. En la demostración de este aserto la propia historia, entendida ahora como rerum gestarum, jugaba un papel fundamental, hasta el punto de que la manipulación de los hechos del pasado ha constituido hasta el presente uno de los soportes más importantes de la ideología nacionalista vasca; lo que el nacionalismo vasco compartía con todos los nacionalismos del período. De hecho, los propios editores de las obras completas de Sabino Arana, califican un folleto suyo sobre la historia vasca publicado en 1892 con el título de Bizkaya por su independencia como “el libro despertador de la conciencia nacional vasca y el que más inteligencias ganó para la Patria, en Bizkaia”[24].  Si tuvieramos que resumir el contenido de la historia vasca concebida desde el punto de vista sabiniano podríamos hacerlo simplemente aludiendo a que en su opinión, la historia prueba la independencia originaria de Vizcaya y por extensión del País Vasco, de lo que se desprendían inmediatos efectos políticos. “Habiendo sido siempre Bizkaia nación separada -afirma Arana-, tiene derecho a reconstituirse libremente conforme a su tradición”[25].

Sabino Arana planteaba que la diferencia vasca era un hecho natural, sintetizado en cuatro rasgos distintivos: la raza, el idioma, las leyes y la história. La tierra no era, sin embargo, uno de esos rasgos, y por ello la patria no era definida como una unidad territorial. Los cuatro elementos señalados constituían la patria y llenaban de contenido la identidad vasca; tanto la identidad como la patria debían ser por lo tanto descubiertas, reconocidas, y se hacía innecesario un proceso de construcción patriótica. Para Arana la patria es la diferencia que constituye la identidad vasca y en cuanto objeto natural no precisa sino ser reconocida a través de una representación. “El pueblo vasco -dice- no necesita constituirse, tiene la esencia en su propio vivir: posee como núcleo la sangre de una raza inconfundible, como elemento aislador posible una lengua singular, como manifestación y prueba de su existencia, su propia historia”. Sin embargo, la realidad del proceso de nacionalización vasco evidenciaba el esfuerzo en la fabricación de la diferencia. Este empeño de creación se hizo evidente y señalado en lo que atañe a la historia, la tradición jurídica e incluso la lengua, pero era quizás más oscuro en lo que se refiere a la raza. El mismo Arana reconoció en algunas ocasiones la necesidad, ya que no de crear, al menos de intensificar la diferencia con los otros pueblos. En efecto, en el artículo del que procede la cita anterior titulado “La conciencia de nosotros mismos” afirma “cuan importante es que cada uno, no diré despierte, pero sí avive el amor a las cosas vascas, fomentando los elementos todos que integran la distinción de nuestro pueblo”[26]. En otro artículo titulado “Conócete a ti mismo” reitera la afirmación anterior cuando señala que “los pueblos se diferencian y sólo cultivando su personalidad privativa viven como pueblos.

 

Cuerpos distintos.

 Sabino Arana creía que la nacionalización es la construcción de una idea, la de la identidad vasca, a través de un discurso, pero luego se aplicó a la construcción de un cuerpo, el cuerpo vasco, también por medio de un discurso. Para Arana, los vascos tenían una notable especifidad física que los diferenciaba del resto de las nacionalidades. Al menos eso parece deducirse de la crítica a que somete las láminas con que está ilustrada la Historia General del Señorío de Bizkaya de Labayru. Estas imágenes querían representar los distintos tipos humanos que componían la sociedad vizcaína pero los caracteres de que aparecen dotados no se corresponden en opinión de Arana con los característicos de los vascos. Así, a la ilustración titulada “Tipo alavés” Arana le replica que “no puede ser: la cara es española; y las piernas y los pies, vueltos para fuera, son también de español”. Y lo mismo ocurre con la que lleva por título “Chochoa”. En este caso la cara es de “gallego”, el cuello “de grulla, pecho cóncavo, espalda convexa, hombros alicaídos”. Con semejantes descalificaciones no es extraño que concluya que Labayru desconoce el tipo vasco[27]. A Sabino Arana la identidad de los vascos se le aparece de forma inmediata, hasta el punto de puede ser percibida deteniéndonos tan sólo en la mirada, que se caracteriza por ser “noble, altiva sin ser arrogante y provocativa, mirada que envuelve el concepto de la más grande posesión de la dignidad personal”[28]. La tarea de identificar a los vascos no debía ser tan fácil; cuando Arana la emprende recurre a unos caracteres que adolecen de una gran generalidad; así, pinta a los vascos con “tipo varonil y suelto y ágil a un tiempo” y afirma que “la expresión de su rostro es agradable y simpática”, concluyendo que son “una raza hermosa”[29].

La demostración de la existencia de esa raza no se realizó efectuando una clasificación de su tipología física; ésta es una tarea que intentarán otros nacionalistas más tarde. La única demostración de la existencia de la raza vasca que emprendió fue histórica y se realizó sobre todo por contraposición con lo español. El argumento no va más allá de señalar que, la raza vasca es original mientras que la española es el producto del aluvión de pueblos que han confluido a lo largo del tiempo en la península. Lo que explica el carácter no latino de los vascos es su relativo aislamiento a ambos lados de los pirineos y no una geometría física particular. Del mismo modo, no coloca a los vascos en un lugar superior en la escala evolutiva como hacen otros racismos. Para el pensamiento sabiniano la raza está más dependiente de un concepto higienista de la sociedad -que estudiaremos más adelante- que de concepciones ligadas de alguna forma al darwinismo; la influencia del evolucionismo en su pensamiento tan sólo es detectable en la utilización descontextualizada de conceptos como el de degeneración, que se toman más como metáforas que como ideas fuerza de un corpus intelectual. El concepto sabiniano de raza es una extensión de la idea de familia y debe su predicamento a que, en opinión de Arana, constituye un puntal sólido de la idea de nación. “Hablamos de raza -afirma- en el sentido de conjunto de familias que proceden directamente de un mismo origen más o menos remoto. En este sentido concreto, raza es lo mismo que nación, gente o pueblo; designa a una gran familia y expresa un objeto natural, que existe independientemente de la voluntad de los hombres”[30].

La expresión más visible de la existencia de la raza vasca ha de buscarse en los campesinos vascos. Ellos son, en palabras de Arana, “los verdaderos hijos de nuestra raza”[31]. Pero tampoco acomete la tarea de definirlos por sus caracteres físicos, que sólo son destacados por oposición a los españoles y con un alto grado de generalidad. Lo hace aludiendo a sus cualidades morales, y aún aquí, también en la mayoría de los casos en contraposición a los rasgos que define como propios de los españoles. La moralidad y religiosidad de los vascos en general y de los campesinos vascos en particular se pondera en numerosas ocasiones. Sabino Arana está convencido de que es el “pueblo más religioso y más moral”[32]. Pero no es original en sus apreciaciones. Esta afirmación y otras semejantes constituyen un lugar común de muchos escritores y viajeros del XIX y es un argumento esencial de toda la literatura fuerista.

En Arana lo que denominaremos cuerpo vasco se construyó por oposición con lo español y por exclusión de lo femenino que actuaba en la producción de la diferencia nacional vasca como una presencia ausente. El español es el alterego del vasco, pero no se denomina con el término español sino que se le nombra más a menudo utilizando el de maqueto. Como quiera que por algunos contemporáneos se confundiera ese concepto con el más ámplio de extranjero o con el de liberal o el de irreligioso, Arana se aplica a dar una acepción precisa del mismo. Así, afirma que por maqueto hay que entender sólo “al natural de maketania e islas adyacentes”[33]. Luego aclara la tautología, pero cae de nuevo en la misma cuando señala en otro artículo que “maketo es, no solamente el castellano liberal, sino todos los castellanos en igual grado: y no solamente el castellano, sino también, y en la misma cantidad de maketismo, todos los españoles. Son maketos, sean o no católicos...”[34]. La reiteración ha de entenderse como una forma de intensificar el contenido despreciativo por si ya intenso del concepto. “Maketo -aclara todavía un poco más en otro lugar- es todo español, y especialmente el que se ha establecido en nuestra tierra”[35]. A pesar de ser el más utilizado, el concepto de maqueto no es la única denominación que se empleaba para referirse a los emigrantes procedentes de las provincias españolas. Se empleaban también, según nos informa el propio Arana, el de “baltzak (negros) y azúrbaltzak (huesos negros), calificativos que denotan el color del alma española”[36].

El cuerpo de los maquetos era, al parecer de Sabino Arana, fácilmente identificable, tanto por sus rasgos físicos, como por su indumentaria y actitudes. Se les describe como de complexión débil, de piel oscura, sucios, malolientes y sin elegancia en el gesto. “El español -asevera Arana- apenas se lava una vez en su vida y parece alimentarse con la capa de suciedad y miseria que cubre su piel”[37]. Estas descripciones impulsan una identificación entre maqueto y mendigo, que en algunas ocasiones se hace explícita. Del mismo modo, se hacía una identificación entre los caracteres de los maquetos y las características que se atribuyen a España en tanto que país. Así, la descalificación de uno lo es inmediatamente de la otra y viceversa. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se dice que España es “raquítica y enclenque”[38] o cuando se afirma que es una nación “enteca y miserable”[39]. La distinción de sus rasgos físicos con respecto a los de los vascos es inmediata pero también se observa la diferencia a través de la indumentaria y algunas actitudes, como llevar los brazos remangados, fajas anchas o boinas grandes, pero sobre todo por portar navaja y blasfemar. Estos dos rasgos son tan importantes en la identidad maqueta construida por Arana que en el artículo titulado significativamente “Un pueblo caracterizado” dice, refiriéndose al pueblo español, “es el pueblo de la blasfemia y de la navaja”[40]. La referencia a la navaja quiere aludir a la cobardía y peligrosidad del maqueto y la alusión a la blasfemia remite a una aspecto sustancial del mismo: su irreligiosidad, que no es sino un expresión de su inmoralidad, pues “son muchos y abyectos (los) vicios de que los hijos de la pedantesca y tenebrosa maketania adolecen”[41]. Algunos se expresan con toda claridad, en opinión de Arana, en la fiestas populares: aquellas en las que participaban maquetos se caracterizaban por la inmoralidad, sintetizada por ejemplo en el baile agarrado, lo que contrastaba abruptamente con la calidad perfectamente moral de todas las actividades desarrolladas por los vascos.

España era lo contrario del País Vasco como lo era el maqueto del vasco. La diferenciación respecto a la misma resultaba crucial para el proyecto político nacionalista. Lo que llevará a Arana a lamentarse de no disponer de la diferenciación religiosa respecto de España. Para salvar este obstáculo decidió arrebatar la condición religiosa al pueblo español, de modo que son muchos los artículos en los que se afirma que España no es católica. “España, como pueblo o nación -declara-, no ha sido antes jamás ni es hoy católica”[42]. Para Sabino Arana el catolicismo era una manifestación del grado de civilización de un pueblo, lo que le permitía afirmar la superior catolidad de los países del norte de Europa o de los Estados Unidos. En muchos momentos de la obra de Arana, se asegura la necesidad de civilizar España y se hace mofa del carácter de nación civilizadora que la literatura nacionalista española ha querido atribuirle, sobre todo por su papel en la lucha contra los arabes en la península y la exportación del catolicismo a América. Para Arana está claro que España es una nación degenerada y decadente, que se aleja tanto de Europa como se acerca al norte de Africa. La identificación con esta última se hace de forma permanente: cuando no se dice que sólo un accidente ha separado a España de Africa, se describe el sol peninsular como africano o se asevera que se habla en marroquí cuando se está utilizando la lengua castellana. “España -comenta Arana- está unida a Europa sólo por una ocurrencia de la naturaleza”[43]. Todas estas descalificaciones de España descansan en una literatura crítica sobre España y lo latino que se extendió notablemente en Europa desde finales del siglo XIX y que tuvo en la pérdida de las colonias uno de sus argumentos más convincentes.

Si tuviéramos que citar los epítetos más empleados por Sabino Arana para caracterizar tanto a los maquetos como a su lugar de procedencia, deberíamos citar los de inmoral, degenerado e incivilizado, aunque también aparecen otros como los de corruptor, decadente y estúpido. Todos ellos tienen una fuerte carga semántica que en algunos casos enlaza con nociones de origen científico de la época, con lo que se busca privar de legitimidad y promover la inferiorización del colectivo humano inmigrante. La inmoralidad resulta en opinión de Arana de un apartamiento de una norma establecida. Y es un concepto muy utilizado para señalar la falta de respeto a las normas que regulaban la higiene. La degeneración como se sabe representaba la detención o desviación en el proceso evolutivo de las sociedades. Asímismo, la civilización es la parte positiva del binómio civilización-naturaleza, que estructuraba gran parte de la comprensión del mundo en los años del cambio de siglo. La estupidez por su parte era la ausencia de la razón, y es que en orden a la inteligencia, los españoles sólo tenían para Arana dos opciones: o desconocerla o utilizarla abyectamente. “Los dos tipos dominantes en España -quiere Arana- son el pillo y el lerdo”[44]. También se busca señalar con esos epítetos el apartamiento de la religión cristiana; una gran fuente de legitimidad en el País Vasco que se caracterizaba en la época por la fuerte religiosidad de las gentes. Con todas esas definiciones se quería colocar al maqueto, y a la misma España, en el campo de la no cultura, en el ámbito de lo negativo, como el otro asimétrico que precisamente por serlo constituía también al pueblo vasco.

 

Cuerpo viril.

 Tan sólo faltaría para acabar de definir el cuerpo maqueto aludir a su supuesta feminidad. En efecto, así como el cuerpo vasco aparecía en la obra de Arana enteramente saturado de virilidad, el maqueto era un cuerpo feminizado: “el bizkaino es de andar apuesto y varonil; el español, o no sabe andar (ejemplo los quintos) o si es apuesto, es tipo femenil (ejemplo el torero)[45]. El contraste entre vascos y españoles venía marcado por la diferencia entre un pueblo vigoroso y otro afeminado. Pero la diferencia entre ambos no se observaba tan sólo en el aspecto, sino que podía ser percibida asímismo en los modos de conducirse. El caracter femenino de los españoles se intensificaba por su pretendida debilidad física, su cobardía, su inconstancia y cualesquiera otros rasgos que eran tradicionalmente atribuidos a las mujeres. La feminización alcanzaba también a aquellos vascos que entraban en contacto con los maquetos, singularmente a los bilbaínos, que no podían ser descritos en términos más acres. Sabino Arana calificaba a los bilbaínos que consideraba “falsos y traidores a Bizkaya”, es decir ajenos al ideario nacionalista, como: “viles y cobardes mujerzuelas”. Además los naturalizaba, para establecer el contraste con lo civilizado: “se arrastran como el reptil, se ocultan como la zorra y en el silencio y en la obscuridad comenten sus infamias y villanías”[46]. No es casual que, en el intento de descalificar, se feminice y naturalice al mismo tiempo, para Sabino Arana la virilidad era un aspecto de la civilización, como pertenecían a los hombres todas las características que la constituyen, y singularmente la posesión de la razón.

El cuerpo vasco era por tanto un cuerpo masculino, como era masculino el hombre moderno, ya que el vasco no podía entenderse sino como una expresión local de ese hombre moderno, y su cuerpo como una muestra particular de ese cuerpo moderno. La diferencia vasca estaba habitada por la diferencia de género  de forma que al construir un objeto tan enteramente masculino obliga a la mujer a manifestarse como una presencia ausente. Su existencia se adivina como negación en toda la obra de Arana con una intensidad tan grande como la del maqueto, pero a diferencia de este las mujeres estaban ausentes del discurso. Las alusiones a las mujeres en la obra doctrinal del lider nacinalista son prácticamente inexistentes, y cuando aquellas aparecen experimentan una curiosa mutación que, si se trata de mujeres vascas, las varoniliza. “La mujer vasca, en el campo -dice Arana, y no olvidemos de que es en el campo donde se dan las verdaderas criaturas vascas-, trabaja como el hombre. Es bella, con una belleza que ha perdido sus delicadas formas y se ha hecho varonil”. Es, lo dice más adelante, “varonilmente apuesta”[47], y la belleza es uno de los rasgos más importantes que se atribuían a las mujeres.

Con todo, la expresión más acabada del carácter femenino vasco la da la mujer que participó en la batalla de Arrigorriaga. La gesta que le hace protagonizar Arana tiene lugar el año 867 y se inscribe en un enfrentamiento bélico entre españoles y vizcaínos, luchando estos por defender su independencia. La participación de esta mujer es tan decisiva que determina el resultado de la guerra. Así es; suya es la responsabilidad de dejar “bañado en sangre y muerto” a Ordoño, el capitán de los españoles, “quién, como se le cayera el casco peleando contra una varonil mujer bizkaina, recibió de ésta tan recio golpe de hacha en la cabeza, que lo derribó exánime a tierra”. Los españoles, privados de su jefe, “acaban por volver las espaldas al bizkaino y por correr como gamos”[48]. O sea, que los españoles salen huyendo cobardemente. La moraleja del relato es evidente, los españoles son de una condición inferior a la mujer vasca, lo que los inferioriza feminizándolos, y lo que es más importante, la mujer vasca incorpora características masculinas. No podía ser de otro modo, dado que la masculinidad es la forma de ser vasco. Esto habrá de ser reevaluado en desarrollos ulteriores del nacionalismo vasco para permitir la incorporación de las mujeres a su organización a partir de los años veinte, pero un cierto grado de varolinización de la mujer vasca pervivirá, como es evidente en el suceso supuestamente protagonizado en 1933 por un socialista y unas emakumes y que se saldó –al menos así lo cuenta el nacionalista Larrañaga- cuando una de ellas “de un golpe, agarró el cuello del joven escuálido, y, zarandeándolo, le derribó al suelo”[49].

La feminidad para Sabino Arana es, sobre todo, una categoría de inferiorización. Un principio negativo que se muestra con gran intensidad en la mujer. Así, cuando tente a definirla, y lo hará en una carta a un amigo y correligionario, dirá: “es vana, es superficial, es egoísta, tiene en sumo grado todas las debilidades propias de la naturaleza humana: por eso fue ella la que primeramente cayó”[50]. La única forma de escapar a este destino, el de caer, se encuentra masculinizándose. Otro tanto ocurre si esta mujer quiere constituir una parte del pueblo vasco; precisa trascender de su propia condición de mujer y esto sólo puede hacerse adquiriendo  caracteres masculinos. Este es el contenido que creemos adivinar tras el personaje de Libe, protagonista de la obra de teatro más celebrada del nacionalismo vasco. En efecto, Libe, que es también título de la obra, fue publicada por Arana en 1903 y reelaborada por Manu de la Sota en los años treinta, bajo cuyo libreto fue representada en numerosas ocasiones y con gran éxito.

La trama del argumento de Libe es muy simple: una muchacha vasca se enamora de un noble castellano que la pretende. El padre de la joven se rinde al amor de la pareja y concede la mano, pero el matrimonio no llega a consumarse porque el castellano ha de invadir Vizcaya sirviendo a su señor. La guerra subsiguiente deslinda campos y coloca a la enamorada del lado de su patria Vizcaya por la que muere. La pasión amorosa de Libe simboliza en nuestra opinión su sometimiento a la naturaleza, la confirmación de su esencia femenina. “Amo a ese extranjero -se dice-. ¡Oh, todo mi corazón es suyo!”. Y es de aquí de donde brota el peligro. Además esta sería la causa de su expulsión del pueblo vasco: Libe al casarse iría a instalarse en España con su marido pero es que además los vascos la rechazarían. Su padre es consciente de ello cuando reflexiona sobre la conveniencia de concederla en matrimonio: “Sabed -dice el padre al novio- que mi hija no sería bien vista en su tierra... y tendría que abandonarla... y en ella su hogar... y a su padre...”. Libe paga su caída con la muerte aunque lo hace alegremente. En la escena final, y mientras mira al cielo, afirma: “mi patria ha vencido, y es libre aún... ahora muero contenta”[51]. La causa inmediata de su muerte es su participación en la batalla, ondeando una bandera, con lo que expía sus culpas y puede reintegrarse a su patria. La propia participación y muerte en la batalla eran actos varoniles que rectificaban su esencia femenina anterior y confirmaban su identidad vasca.

 

La protección del cuerpo vasco.

 Libe era también, como puede apreciarse, un alegato contra los matrimonios mixtos entre vascos y maquetos, que suponían en opinión de Arana una suerte innumerable de peligros para el País Vasco. El tema también aparece en Bizkaya por su independencia. Esta repetición no es casual: lo maqueto como negación simétrica de la identidad vasca y el contacto con los españoles como peligro esencial que enfrenta esa identidad son los grandes temas del nacionalismo sabiniano. En puridad, pues, el primer nacionalismo vasco es un antimaquetismo. De hecho el rechazo del maqueto se convirtió en la seña de identidad de este nacionalismo, por más que un sentimiento semejante pudiera encontrarse también en otras agrupaciones políticas, como los euskalerriacos o los carlistas, y por más que respondiera a una sentimiento extendido en la sociedad bilbaína. Pero fue el nacionalismo el que le dió virtualidad política, al inscribirlo como parte central de su programa. Y dado que el nacionalismo vasco se concretaba en estos años en la creación de una identidad vasca que se resumía fundamentalmente en la producción de un cuerpo vasco, ese antimaquetismo se resumió en la protección de ese cuerpo vasco ya diferenciado. Lo expresa con claridad el propio Arana: “entre el cúmulo de terribles desgracias que afligen hoy a nuestra amada Pátria, ninguna tan terrible y aflictiva, juzgada en sí misma cada una de ellas, como el roce de sus hijos con los hijos de la nación española”. Lo amplía todavía un poco más adelante: “nada importa, pues, la extinción de nuestra lengua; nada, el olvido de nuestra historia; nada, la pérdida de nuestras propias y santas instituciones y la imposición de las extrañas y liberales; nada, esta misma esclavitud política de nuestra Patria; nada, absolutamente nada, importa todo eso, en sí considerado, al lado del roce de nuestro pueblo con el español”[52]. Observese que lo anterior significa negar los mismos principios que, en opinión de Sabino Arana, constituían la pátria y la misma esencia de la identidad vasca. A pesar de la gravedad del paso, Arana lo daba con presteza. Afirma taxativo que aunque se cumplieran todas las demandas del nacionalismo, si la constitución de un País Vasco independiente (en su primera etapa de una Vizcaya independiente) se diera sin exclusión de los maquetos “su realización sería la cosa más odiosa del mundo”[53].

¿Cómo fue posible que la política antimaketa eclipsara cualquier otra demanda nacionalista?. La respuesta nos la da el propio Arana: porque el contacto con los maquetos supone la incorporación por parte de los vascos de todas sus características negativas, lo que contraviene “el fin de toda sociedad humana, cual es el orden religioso moral”[54] y destruye la base natural, el cuerpo vasco, sobre el que se ha creado la reivindicación nacionalista.  Exactamente el mismo problema se derivaba de la vinculación política entre el Pueblo Vasco y España: “la dominación española es en nuestra raza –afirma Sabino Arana- causa de profunda y extensa irreligiosidad, de intensa y dilatada inmoralidad”[55]. Que el contacto con el maqueto auguraba ese tipo de desgracias ya lo hemos insinuado pero conviene explicitarlo. Al contacto con el maqueto la identidad incorporada del vasco se resiente. Ese es el tema de la obra de Azkue, Vizcaitik Bizkaira, que tanto celebró el primer nacionalismo. Como desenlace de la misma, y en palabras de Arana, “Txomin, españolizado por la escuela, el servicio militar y la compañía del Maestro, acaba por deshonrar a la casa paterna y por ir a la cárcel”[56]. Su pecado fue grave, porque consistió en robar en la casa del cura a excitaciones del maestro. El uso del cuerpo ha cambiado, ahora es inmoral, pero esto ya estaba anunciado desde el principio de la obra: cuando se trata de presentar a Txomin recien retornado del servicio militar se afirma que ha cambiado porque le gustan los toros y bailar flamenco, dos rasgos definitorios del maqueto o del maquetizado.

Al vasco maquetizado, también llamado maquetófilo, se le transformaba el cuerpo. Así, Arana puede afirmar que estos personajes “han degenerado hasta el punto de parecer gallegos”[57]. Y es que el cuerpo es la víctima principal de la “invasión” maqueta. Arana denuncia que el “moro”, como también denominaba al maqueto, “nos está carcomiendo el cuerpo”[58]. Se trata de una plaga que afecta al País Vasco con la “voracidad de la langosta” y cuyo efecto sobre el cuerpo individual de los vascos no se limitaba al aspecto simbólico[59]. La misma destrucción física de ese cuerpo era esperable. No en vano Arana atribuye la mayor parte de los conflictos producidos en suelo vizcaíno, singularmente los asesinatos, a una autoría maqueta. Marx afirmaba que la naturaleza es el cuerpo inorgánico de los hombres, pues siguiendo esta definición, puede afirmarse que es un sentimiento de destrucción del cuerpo el que está detrás de expresiones de Arana como la que afirma que la “invasión española talaba nuestros montes” o que “el saneamiento de la ría se hizo imprescindible a causa de la formidable irrupción maketa”[60]. La presencia de gentes foráneas comprometía en opinión de Arana la viabilidad del País Vasco y esta entidad se concibe en muchas ocasiones como una suerte de cuerpo colectivo. Ello permite que se hable del “cuerpo bizkaino” o del “cuerpo nacional de Euskeria”[61].

Las expresiones anteriores, y el hecho de que sea el mismo cuerpo el que está en peligro, permite afirmar que el sentimiento nacional más que una representación, aunque contenga representaciones, es una incorporación. Es decir que se experimenta más por el cuerpo que por la mente. El sentimiento nacional es un sentimiento de privación física más que mental. Y así como la resolución del problema nacional consiste en la constitución de un cuerpo político independiente, la batalla por este objetivo parece constituir en la destrucción del cuerpo enemigo. Es lo que puede deducirse de una determinada lectura de la obra de Sabino Arana Bizkaya por su independencia, donde la victoria sobre los españoles era una victoria sobre sus cuerpos que terminan destruidos: “aquí a vuestros pies, cráneos destrozados, carnes maceradas, miembros rígidos, caballos yertos, armaduras desarmadas, cascos abollados, armas rotas, cuerpos inanimados, charcos de sangre... Son los restos del ejército español que pretendió conquistar a Bizkaya”[62].

Arana descarta expresamente que fuera esa la solución para terminar con los foráneos: “no se crea, sin embargo -dice-, que el remedio está hoy en empuñar el fusil contra el maketo”[63]. A pesar de que en su concepto, “todo cuerpo se purifica mediante la extinción de las materias extrañas y nocivas”[64]. Pero esto, que comprende el verdadero leivmotif de toda su política antimaqueta, y por lo mismo de toda su política nacionalista, podía alcanzarse por medios menos traumáticos a través de una acción higiénica. El remedio consistía en aislar, o protegerse, de la fuente del peligro, que operaba, como las enfermedades más temidas, por contagio. De hecho el peligro maqueto puede entenderse como una metáfora de enfermedades tales como el cólera, que constituía una verdadera obsesión en aquel tiempo por su gran capacidad mortífera. En los Estados Unidos la política xenófoba contra la inmigración china adoptó en muchas ocasiones la forma de una terapeútica contra el colera de la que aquella comunidad se consideraba agente transmisor. No es por ello ocioso que Arana señalara la utilidad de desarrollar una política semejante con los que denominaba “los chinos en Euskeria”[65].

La solución norteamericana consistía en confinar a los chinos en guetos situados en determinadas ciudades, como San Francisco. En el caso vasco no se llegó a tanto, probablemente porque no se disponía de los resortes del Estado. De haber podido aplicarse, el “programa nacionalista” respecto a la “pureza de raza” comprendería, según Arana, el punto siguiente: “respecto de los españoles, la Juntas Generales acordarían si habrían de ser expulsados, no autorizándoles en los primeros años de independencia la entrada en territorio bizkaino, a fin de borrar más fácilmente toda huella que en el carácter, en las costumbres y en el idioma hubiera dejado su dominación”[66]. Tal disposición estaba en plena consonancia con las normas que regulaban el acceso a la condición de socio en la organización nacionalista y que sólo daba la plena pertenencia a quien contara con cuatro apellidos vascos. El mismo reglamento establecía entre sus fines la constitución de la nación con familias de raza vasca. Mientras no se pudiera aplicar el programa había que adoptar iniciativas más modestas, pero su objetivo era el mismo: protegerse del contacto con el maqueto. “Es preciso -tronaba Arana- aislarnos de los maketos en todos los órdenes de la vida”[67]. En lo que se refiere a las relaciones sociales la solución práctica consistió en dar rienda suelta al desprecio que inspiraba una figura, la del maqueto, que representaba todo lo negativo, lo que incluía lógicamente evitar trabar relaciones. “La material inmigración del pueblo español en Euskeria -asegura Arana- ningún daño moral o muy poco considerable acarrearía, en efecto, si el español no fuera recibido acá como conciudadano y hermano sino como extranjero”[68]. Aunque ofrecía diferentes ejemplos de como minusvalorar a los exóticos, esto probablemente era innecesario porque la incorporación del nacionalismo incluía una reacción física de rechazo frente al extraño, similar a la que se experimenta ante un objeto desagradable.

El instrumento más a mano del nacionalismo para fomentar el aislamiento respecto del maqueto era la lengua vasca. “Tanto están obligados los bizkainos a hablar su lengua nacional -afirma Arana-, como a no enseñársela a los maquetos o españoles. No el hablar éste o el otro idioma, sino la diferencia de lenguaje es el gran medio de preservarnos del contagio de los españoles y evitar el cruzamiento de las dos razas”. Este objetivo estaba sin duda favorecido por el hecho de no ser el euskera un idioma latino como lo son el resto de los peninsulares. Además, su especifidad permitía ensalzarlo, dotándolo de un aire romántico que conmovía, sin ninguna duda, la emoción de los destinatarios del discurso; lo mismo que se conmovían con las leyendas sobre el origen misterioso y remoto de los propios vascos. Pero su utilidad para la construcción nacional es, como vemos, instrumental, y explota tan sólo su carácter de frontera. Por eso, el mayor peligro que podría acontecer a la lengua vasca radicaba en su extensión entre los maquetos. “Si nuestros invasores aprendieran el Euskera -continua Arana la cita anterior-, tendríamos que abandonar éste, archivando cuidadosamente su gramática y su diccionario, y dedicarnos a hablar el ruso, el noruego o cualquier otro idioma desconocido para ellos”[69]. La incompatibilidad de lenguas era la barrera más eficaz frente al peligro de inmoralidad procedente de los maquetos y que amenazaba con destruir la especifidad natural vasca: lo que nosotros hemos denominado el cuerpo vasco y que Arana catalogaba como raza vasca.

Para cumplir adecuadamente su función aisladora el euskera debía someterse a un proceso de purificación, del mismo modo y por las mismas razones que debía purificarse el pueblo vasco: por la influencia que en la lengua habían alcanzado los elementos maquetos, es decir los prestamos tomados del castellano (erderismos). Así, los problemas que presentaba la lengua no eran sino la transposición de los que se observaban en el conjunto de Euskal Herria; a ellos habría que añadir la necesidad de dotarla de los recursos necesarios para convertirla en un vehículo adecuado para la comunicación en la sociedad moderna. Con la normalización lingüística emprendida por Arana se quería además intensificar la personalidad peculiar del Euskera, incrementando su diferenciación con respecto a las demás lenguas. Un caballo de batalla importante en esa tarea, pero no el único, fue el que libró a propósito de la ortografía, construyendo una peculiar que ha caracterizado a los seguidores de Sabino Arana hasta el presente. La importancia de la ortografía quedaba patente en el siguiente párrafo a propósito del modo de escribir los apellidos vascos, donde pide que “se destierre la ortografía exótica, cuyo uso, disimulando la diferenciación de la raza euskeriana respecto de las extrañas y quebrantando la identidad de los euskerianos de aquende y allende el Bidasoa, redunda en gravísimo daño de nuestra amada Patria”[70].

La construcción de la identidad nacional vasca, emprendida por Sabino Arana como principal protagonista, descansaba como hemos comprobado en la producción de un discurso y un cuerpo nacionales y nacionalitarios. Arana en un artículo en el que evaluaba los cinco primeros años de la organización nacionalista incluía entre los logros alcanzados: “el paso rápido de la no comprensión de su propio interés a la conciencia de su deber, la reforma, verdadera revolución de las costumbres y modo de ser anteriores y la conquista de su personalidad y un criterio suyo”[71]. Sin embargo, nosotros vamos a resumir la misma afirmando que la invención de la nacionalidad vasca se concretaba en la producción de un cuerpo vasco. Y esto, por una razón fundamental: la identidad que el discurso quiere producir es la identidad de un cuerpo y el conflicto que quiere señalar es, asímismo, un conflicto entre cuerpos que se juzgan inasimilables. El discurso nacionalista es una narración que busca fundamentalmente la inscripción de un cuerpo. Además, y aunque nosotros hemos analizado únicamente la producción de ese cuerpo a través del discurso, la construcción del cuerpo vasco se realizó también a través de formas no discursivas como la imitación. Apuntamos también, siguiendo a Merleau-Ponty, que esos discursos no eran comprendidos a través de la mente, sino que eran aprehendidos directamente por los cuerpos. La creación de la identidad nacional vasca es así, la genesis de una emoción, o mejor dicho, la politización de una emoción. Pero esta última entendida no como una manifestación de la mente sino del cuerpo en su conjunto. Que esas emociones existían es evidente, pero podemos poner un ejemplo sobre la reacción física, no mental, que suscitaba el comportamiento de los inmigrantes a través del testimonio del médico higienista Vergara y García: “contrasta desde luego, respecto a su carácter moral –dice–, la manera de presentarse en los primeros días de su llegada, tímidos, cortos y callados, con lo descarados e insultantes a veces, que se hacen al poco tiempo de su estancia en la localidad, no saliendo de su boca más que frases soeces, escandalosas y aun sacrílegas, sin respetar la religión, ni la moral, ni siquiera el decoro, y que toda persona de conciencia honrada, rechaza con asco[72]. El reconocimiento de la propia identidad que demandaba Arana era, pues, un acto prerreflexivo, lo que puede contribuir a explicar su pujanza y duración. Los vascos nacionalistas no necesitaban recurrir a una representación discursiva para identificarse y para distanciarse de los que denominaban maquetos. Podían simplemente reconocer sus respectivos cuerpos. Era esa diferencia incorporada la que dejaba espacio, la que permitía, que las representaciones más propiamente políticas del nacionalismo tuvieran lugar, y aún éstas entendemos se comprendían a través de la incorporación: los vascos nacionalistas sentían que debían ser independientes porque eran cuerpos irreconciliables con los de los españoles. La política emprendida por el nacionalismo de intensificar las diferencias corporales no podía en ese sentido ser más pertinente.

 

Cuerpos enfermos.

 El pensamiento de Sabino Arana constituyó una respuesta determinada a las tensiones que a propósito de la identidad y la seguridad de la población experimentó la sociedad vasca, pero sobre todo vizcaína y, aún más precisamente, bilbaína por la irrupción desde 1876 de un proceso industrializador con unos ritmos muy acelerados. Entre 1876 y 1900 se creó el moderno tejido industrial vasco alrededor de la extracción masiva de mineral en los montes de Triano y en Bilbao, las tres grandes plantas siderúrgicas en la margen izquierda de la Ría del Nervión, la creación de un rosario de pequeñas y medianas empresas dentro del sector de transformados metálicos así como del nuevo impulso de una industria naval. Se sentaron las bases de un modelo de desarrollo muy concentrado en el tiempo y en el espacio. En veinticinco años se produjo una modificación sustancial del entorno, con dos expresiones fundamentalmente: cambió la población, por el fenómeno de la inmigración, y se alteró el paisaje; en otros términos, cambió el cuerpo colectivo, o mejor se asistió a la invasión de otro cuerpo, y se destruyó el cuerpo orgánico tradicional. Esas transformaciones eran vividas como una alteración del orden natural de los cuerpos, por eso la obra de Arana se dirige precisamente a restaurarlo[73]. El lider nacionalista interpreta la recuperación del orden social como una recuperación del orden natural de las nacionalidades, lo que exigía, básicamente, que cada una ocupara su espacio natural tradicional. ¿Pero, por qué llega a esta conclusión?. ¿Por que interpreta que la nación vasca, en realidad el cuerpo vasco, está en peligro?. ¿Por qué define a los inmigrantes como una amenaza, y no, por ejemplo, como una riqueza añadida al país?. ¿Por qué los contempla como un cuerpo pavoroso?. Porque su pensamiento forma parte del campo discursivo del higienismo. Lo dice él mismo cuando afirma la necesidad de luchar para evitar la desaparición de la nación vasca, antes de que esta se produzca: “valgámonos de la higiene, por que no tengamos que servirnos de la medicina”[74]. O, lo que es lo mismo, actuemos preventivamente frente a la enfermedad, definida como el peligro de disolución de los rasgos nacionales concretados en un cuerpo, y no cuando ésta ya se ha producido. El discurso higienista era un discurso de creación y protección del cuerpo burgués. De creación, porque señalaba los rasgos con que este debe ser modelado: sobre todo las cualidades de la limpieza, la disciplina, la moralidad y otras. Y de protección porque planteaba la necesidad de extender esos rasgos al conjunto de la población, sobre todo a los trabajadores, como modo de evitar los peligros que para la continuidad de ese cuerpo, para su salud, provenían de aquellos[75].  Como recalca el médico higienista Vergara y García: “los habitantes de una población son solidarios, y están expuestos a los mismos peligros en caso de una alteración de la salud pública, cualquiera que sea su posición social que disfruten”[76]. Al actuar así, el higienismo construía también el cuerpo obrero; la similitud con el proceso descrito a propósito del nacionalismo es evidente: la necesidad de protección del cuerpo vasco construía el cuerpo maqueto. O, por lo menos, trazaba discursos que querían inscribir esos cuerpos de una determinada manera. La resistencia del cuerpo obrero y maqueto a una inscripción negativa y su tendencia a una reapropiación positiva no debe menospreciarse.

El peligro que para la burguesía representaban los trabajadores vizcaínos, Arana lo interpretaba como los maquetos asentados en Vizcaya, queda claramente de manifiesto si reparamos en el brutal retroceso que se sufrió el estado de salud de los trabajadores en estos años de máximo desarrollo económico. Es precisamente a partir de 1876, y especialmente entre 1885 y 1900,  en un contexto de intensas oleadas de inmigración, cuando las enfermedades infecciosas -tanto las de carácter ordinario como las de carácter epidémico- aumentaron su impacto sobre todos los grupos de población[77] . Un año sí y otro también las epidemias causaron estragos. La crisis de cólera de 1885 fue especialmente traumática para las autoridades locales ya que ponía de manifiesto el descontrol higiénico-sanitario de la ciudad. A pesar del miedo atávico[78] y de la reacción social, el cólera volvió a brotar en 1893.  Los casos de fiebres tifoideas, de tuberculosis y de meningitis sacudieron intensamente a los bilbaínos entre 1880 y 1900.  Y lo más desesperante era que enfermedades como la viruela, que habían sido prácticamente erradicadas desde finales del siglo XVIII por las políticas de vacunación y de prevención llevadas a cabo por las diputaciones forales, volvieron a hacer mella entre la población. La viruela constituyó una verdadera endemia, ya que se desarrollaba cada cuatro o cinco años de forma epidémica, Pasó a ser la enfermedad infeccioso-contagiosa que más defunciones ocasionó. En 1900, Julio Uruñuela, médico-director del Instituto de Vacunación, y colaborador de la Gaceta Médica en la sección titulada “Profilaxis de la viruela en Bilbao”, se lamentaba de esta situación como un síntoma de atraso social. “Estos hechos”, decía, “bastan para colocarnos ante los ojos del mundo civilizado cada vez más lejos de la espléndida luz del progreso que hasta nosotros llega a través de las vertientes pirenaicas, y más próximos a las montañas gigantes del Atlas, sumidas en las tenebrosas obscuridades del atraso y la barbarie”[79].

Las enfermedades infecto-contagiosas tomaron como víctimas principales a las familias de los trabajadores inmigrantes que se instalaron en los barrios obreros de Bilbao y en los nuevos municipios industriales que surgían en las zonas mineras y fabriles. Los desajustes sociales y el empeoramiento de las condiciones de vida generaron una situación biológicamente límite entre la clase obrera. Los datos son muy elocuentes. Entre 1877 y 1890 la esperanza de vida al nacer (Eo) en las nuevas áreas industriales del Gran Bilbao se redujo de 38 a 23,9 años en el municipio obrero de Baracaldo y de 34 a 16 años en Sestao y de 34,2 a 28 años en Bilbao entre 1887 y 1900.  En el interior de la villa la esperanza de vida por barrios reflejaba muy bien que el deterioro de la salud física se producía sobre todo entre las familias trabajadoras[80]. Si bien el desarrollo económico de la época mostraba una sociedad dinámica, vital y optimista, los desórdenes sociales que se generaron a partir de procesos de urbanización e inmigración hicieron saltar la alarma social en Bilbao. La población vizcaína estaba sumida en una de las etapas más oscuras respecto al problema de la higiene y salud pública. La opinión publica de la época reaccionó alarmada porque la miseria había hecho su aparición en una ciudad que sesenta años antes era un ejemplo de higiene y desarrollo social.

Esta realidad social fue la que condujo a los médicos higienistas a definir el cuerpo obrero como un cuerpo enfermo y a proponer su reforma. Atribuirle este rasgo equivalía a una percepción del cuerpo obrero como portador de infecciones y, por lo tanto, como un grupo sumamente peligroso[81]. El fuerte impacto de las enfermedades sobre los trabajadores era una clara expresión de los distintos desórdenes sociales asociados a su asentamiento. El cuerpo obrero aparecía también como un cuerpo hacinado y sucio tal y como quedaba reflejado en las topografías médicas así como en la multitud de reglamentos sobre higiene pública que se aprobaron en las ayuntamientos del cinturón industrial de Bilbao[82]. “El obrero de Vizcaya come poco, mal y caro”, era la afirmación de la Comisión de Reforma Sociales ya desde 1885. En 1903 la situación se extremaba y el doctor Aparicio confirmaba en la Gaceta Médica que “el obrero en Bilbao es el peor alimentado de toda España”[83]. Todo ello era un caldo de cultivo perfecto para la transmisión de enfermedades. La necesidad de controlar la propagación de estas infecciones quedaba así socialmente justificada y esto permitió a las autoridad locales y provinciales, así como a los médicos concentrar esfuerzos en abordar una reforma social orientada a impulsar políticas higienico-sanitarias. Cabe recordar que en este estadio anterior a la transición epidemiológica las enfermedades infectocontagiosas constituían la causa del 75% de las muertes y, además, hasta que no se desarrolló una medicina paliativa -con la aplicación de los antibióticos y sulfamidas a partir de la segunda mitad del s.XX- las infecciones apenas se podían curar. Sólo había un tratatamiento posible, la prevención. De ahí que los médicos, además de aplicar cordones sanitarios para proteger a la población sana del contacto y contagio con los cuerpos enfermos, se arrogaron con una función social de carácter educativo: reformar los hábitos y costumbres para prevenir las enfermedades e inculcar medidas profilácticas. “Al médico corresponde –afirma de nuevo Vergara y Garcia- poner de manifiesto las deficiencias en asuntos de higiene, llamar la atención de las autoridades y de los individuos sobre las causas que conspiran contra la salud y estudiar y proponer los medios que eviten o aminoren, cuando menos, en lo posible aquellas[84]”. A finales del siglo XIX, la larga lucha social contra la muerte dio pasos de gigante en esta ardua tarea de la prevención y la profilaxis. Gracias a los avances espectaculares de la epidemiología se descubrieron cuales eran las vías o mecanismos de transmisión de los microorganismos que causaban esas infecciones[85]. Por fin se conocían los parásitos que ocasionaban la enfermedad así como el medioambiente que propiciaba su transmisión y que se podían resumir en: ingestión de agua o alimentos contaminados, contagio a través del contacto humno (gotas de saliva…a través del aire) o bien por transmisión sexual.  La sociedad y los médicos estaban en situación de identificar cuales eran los factores de riesgo o peligros que propiciaban que un cuerpo estuviera cada vez mas expuesto a los focos de contagio. Además también sabían que las infecciones eran mucho más mortíferas sobre unos cuerpos mal alimentados, es decir, con un reducido grado de resistencia a los microorganismos.

Esta lógica médica tuvo muchas repercusiones en el debate social del momento y fue de gran utilidad para las autoridades a la hora de explicar como atajar las causas de esa desorganización social, en definitiva, como abordar la reforma del cuerpo obrero. Ya que la única curación para este cuerpo enfermo era la profilaxis, es decir, alterar los hábitos y los comportamientos de los trabajadores para que no enfermasen, la gran reforma se debía realizar en el campo de las costumbres, de la moral, de la formación y de la religiosidad. Los médicos higienistas, el grupo que lideró la regeneración social en esta dirección, hicieron suyo ese discurso, lo muestra con rotundidad Vergara y García: “es preciso hacerles conocer (a los trabajadores) que sin buenas costumbres, sin higiene, sin educación no hay progreso alguno sólido, ni bienestar posible, ni aspiración que pueda legítimamente ser satisfecha”[86]. El papel social que se les concedió a los higienistas no fue más que una muestra de la importancia social que tuvo el cuerpo como expresión de la calidad moral de un colectivo y como objeto de políticas sociales. De ahí que se sintieran llamados a la misión de reformar las costumbres y la cultura obrera. La campaña brutal de moralización de la clase obrera se realizó sobre muchos aspectos de la identidad obrera. Propusieron intervenciones en materia de: higiene, modelo de familia y eugenesia, ahorro, disciplina, etcétera[87].

Los higienistas, y también los reformistas sociales, al conceptuar el cuerpo obrero como un cuerpo necesitado de reformas contribuyeron a perfilar los límites de la clase obrera[88] y también, aunque pueda parecer paradójico, a establecer los de lo maqueto. La definición al cuerpo obrero como un cuerpo enfermo fue uno de los primeros rasgos que delimitaron y marcaron la diferencia respecto al resto de cuerpos. La identificación entre trabajador y maqueto se hizo inevitable, por más que Arana afirmara que en ese concepto debían incluirse todos los habitantes de España y no sólo los obreros. La formación de la clase obrera en el cinturón industrial de Bilbao se explica a partir de dos procesos[89]. Por un lado, la proletarización de los antiguos artesanos, que habían sobrevivido a los embates del liberalismo a mediados del siglo XIX generó una movilidad social descendente; una expresión de esto será la reubicación física de este grupo desde los barrios tradicionales de la villa en casco antiguo hacia los barrios altos obreros. El otro proceso, mucho más importante en la construcción de la clase obrera, es la llegada masiva de trabajadores en un espacio muy corto de tiempo, entre 1876 y 1900, y su asentamiento en un área con escasa tradición urbana. Ser trabajador y ser inmigrante eran dos rasgos que se confundían en la mayor parte de los casos[90]. Los que protagonizaron estos desplazamientos fueron jóvenes solteros en edad de trabajar junto con familias ya constituidas en sus lugares de origen, la pareja con la prole, que emigraban en una fase delicada del ciclo vital. Los problemas sociales asociados al asentamiento e integración afectaron no sólo a la población joven y masculina sino también a las mujeres, hijos y parientes que les acompañaban[91].

La importancia del componente foráneo en la composición de la fuerza de trabajo vizcaína favoreció la asimilación entre trabajador y maqueto, y también que las políticas higienistas y las de los reformistas sociales parecieran dirigidas únicamente a los obreros inmigrantes. De este modo, esas políticas laboraban sin pretenderlo en pro de una identidad de lo vasco excluyente de lo maqueto. La reforma del cuerpo obrero, al serlo también del cuerpo maqueto, confirmaba las asunciones principales del nacionalismo vasco, porque el propio nacionalismo vasco estaba dentro del campo discursivo de esas reformas. Puede observarse lo que decimos en el siguiente comentario de Severiano Lorente a la Comisión de Reformas Sociales en 1885: “este país, que por la constitución geológica de su suelo, por la benignidad de su agradable clima y por la conjunción de otras condiciones higiénicas naturales, no menos propicias, puede calificarse de eminentemente sano como lo atestigua la raza que lo puebla, notable por su vigorosa complexión y su característica belleza, es una de las regiones españolas en la que la mortalidad alcanza cifras más aterradoras, siendo la explotación del hombre por el hombre uno de los factores que con mayor influencia dan al movimiento obituario una funesta actividad”[92]. Aunque el ponente estuviera influido por las idealizaciones de la literatura fuerista habría que añadir sin duda que tales idealizaciones parecían confirmadas por el intenso deterioro de las condiciones de vida de los trabajadores inmigrantes. Las descripciones de Arana del cuerpo de los maquetos y las contenidas en las topografías médicas muestran un acusado paralelismo: el higienista Mariano Echevarria, afirma que “la constitución débil de los padres, y sus hábitos de alcoholismo contribuyen a que nazcan niños raquíticos, débiles y enfermizos, que al primer síntoma de enfermedad son arrastrados por la muerte”[93].

Los trabajadores se resistieron, no obstante, a una inscripción tan negativa de su cuerpo. La articulación del movimiento obrero alrededor de la cultura socialista es una de las respuestas de rechazo a la definición del cuerpo obrero por parte de los discursos de la medicina y el nacionalismo. El discurso obrero entiende que la causas de la miseria estaban relacionadas con la disminución de la capacidad adquisitiva. En su opinión es la miseria fisiológica o la poca resistencia de los cuerpos a las enfermedades, relacionada con el status nutritivo, la causa fundamental del estado del cuerpo obrero. Los estudios recientes sobre las causas sociales del deterioro físico le dan la razón a los socialistas. Se dio un empeoramiento sustancial del nivel nutricional que hizo mucho más mortíferas algunas de estas enfermedades. El estudio de las causas inmediatas de la mortalidad obrera en estos años ha demostrado que las enfermedades que más contribuyeron al incremento de la mortalidad a finales del XIX tuvieron una relación clara con las condiciones de vida[94].

Las familias obreras fueron conscientes que se estaba jugando no sólo su supervivencia física sino también su dignidad tal y como quedó reflejado en las movilizaciones de la época. Las reivindicaciones de las primeras protestas obreras a finales del siglo XIX (1890) y principios del siglo XX (1903)[95] fueron buena muestra de ello. La dirección principal de sus reclamaciones no apuntó hacia los salarios nominales. Cuando los trabajadores de las zonas mineras recogían entre sus principales exigencias la eliminación de los barracones obligatorios en el caso de la minas, o la no obligatoriedad de vivir en calidad de huéspedes en lugares regentados por los capataces de los talleres de las fábricas, en unas condiciones de salubridad ínfimas, estaban expresando claramente el malestar por su condición de inmigrantes y por unas condiciones de asentamiento determinadas. Otro tanto cabe sospechar del otro motivo de conflicto, la resistencia al monopolio de las cantinas como único lugar de consumo y distribución de víveres. La obligatoriedad de realizar sus compras y el suministro de alimentos en este sistema de tiendas también gestionadas por capataces y contratistas, tenía varios efectos perniciosos ligados a los abusos a los que se prestaba este régimen de extremo monopolio: el primero de ellos era la carestía a la que estaba sometida el aprovisionamiento de víveres y en segundo lugar la mala calidad de los alimentos fuera de todo control por la falta de inspección de la administración. “Que se sepa en España que en Vizcaya está establecida una esclavitud sin nombre, jamás conocidas ni aún en los tiempos más bárbaros del feudalismo” -decían los mineros-. “Que se sepa que a los obreros de la zona minera se obliga a vivir como seres irracionales. Que se sepa que en las postrimerias del siglo XIX, cuando se cree asegurada la libertad y la democracia, se obliga a los trabajadores a comprar sus comestibles en determinadas tiendas, y a dormir amontonados en barracones inmundos, sin ventilación y sin sombra de higiene”[96].

Pero no fueron éstas las únicas formas de resistencia. Algunas de las que se ensayaron desafiaban directamente a las autoridades y los médicos en su afán de controlar el cuerpo obrero. Así lo reconocieron los médicos. “Fijémonos en primer lugar en la clase obrera, casi la única que paga tributo a la viruela (…) la mayoría de la gente del pueblo es sabido mira con prevención, sobre todo en tiempos de viruela, a la vacunación, contra la que tiene prejuicios y errores, tan firmemente arraigados, que lo sabemos, por propia experiencia de diez años de ejercer de continuo apostolado de la vacunación, es casi imposible destruirlos”[97]. Ya que por la vía de la persuasión y divulgación no conseguían regular ni controlar el cuerpo obrero los médicos y autoridades optaron por vías mucho más drásticas. Se propuso como única solución eficaz que los empleadores obligaran a vacunarse a todos sus subordinados y a sus familias, “poniéndoles el dilema: o vacunarse o dejar la colocación”[98]. Así se ejecutó. Las autoridades provinciales, a través de las juntas de sanidad implementaron durísimas políticas de control sobre el cuerpo obrero, y lo cierto es para 1910 prácticamente desaparecieron todas la epidemias.

La resistencia a ser un cuerpo controlado tuvo varias manifestaciones mucho más silenciosas y no por ello menos contundentes. Quizá las más radical era la de marcharse. “He llevado ocho años, día por día, en ese infierno llamado Vizcaya”, resumía un obrero de Sestao en 1896 su experiencia. Habla en pasado. Parece que había decidido abandonar este municipio obrero. Como él otros muchos. Esta experiencia fue muy común entre la clase trabajadora en esta primera fase industrial. Alrededor del 50% de los inmigrantes abandonaban sus trabajos y sus barrios en un dinámica casi frenética de desplazamientos, que rompe con la imagen clásica de la emigración definitiva y de ciertos determinismos economicistas. Así, por ejemplo, en una gran empresa como Altos Hornos de Vizcaya, el 66% de los trabajadores no permanecían ni seis años en la fábrica. Se necesitó contratar 23.000 trabajadores para cubrir una demanda de 6.000  puestos de trabajo. Probaron suerte pero no se dejaron atrapar por una nueva disciplina propia del trabajo industrial y por una caracterización del cuerpo obrero muy negativa[99].

En resumen, y como conclusión final de este trabajo, podríamos afirmar que, en el País Vasco que cabalgaba entre los siglos XIX y XX, la diferencia y la identidad se produjeron principalmente a través de la incorporación de rasgos distintivos y no tanto mediante la adquisición de determinadas representaciones. Ambas, identidad y diferencia descansaban en la existencia de cuerpos singulares. Esta singularidad no era un hecho natural, sino que fue en gran parte producida por unos discursos que buscaban, principalmente, la inscripción de los cuerpos. En esta tarea tuvieron una especial relevancia los discursos médicos, nacionalista, de género y de clase. Lo que no significa que los cuerpos recibieran esos discursos pasivamente. En suma, la diferencia y la identidad en el País Vasco pueden ser entendidas más acertadamente si se sitúa la producción del cuerpo en el centro del análisis.

 

 

[1] Respectivamente: Profesor Titular de la Universidad del País Vasco. Principales publicaciones: La República y el porvenir. Culturas políticas en Vizcaya durante la Segunda República, Kriselu, San Sebastián, 1993; Expectativas y frustraciones en la Segunda República, Servicio Editorial de la UPV/EHU, Bilbao, 1990. Profesora Titular de la Universidad del País Vasco. Principal publicacion: Familia, trabajo y reproducción social. Una perspectiva microhistórica de la sociedad vizcaína a finales del Antiguo Régimen, Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco, Bilbao, 1996.

[2]Heidegger, M., “El fin de la filosofía y la tarea de pensar”, en AA.VV., Kierkegaard vivo, Madrid, Alianza, 1970.

[3]Grassi, E., “Vico, Marx y Heidegger”, en AA.VV., Vico y Marx. Afinidades y contrastes, Giorgio Tagliacozzo (ed.), México, Fondo de Cultura Económica, 1990.

[4]Ricoeur, P., Ideología y utopía, Gedisa, Barcelona, 1989, pág. 179.

[5]Uno de los primeros fue el libro de Sewell, W.H., Work and Revolution in France. The Language of Labor from the Old Regime to 1848, Cambrigde, 1980.

[6]Jameson, F., The ideologies, pág. 150 y Jameson, F., Documentos de cultura, documentos de barbarie. La narrativa como acto socialmente simbólico, Madrid, Visor, 1989, pág. 66.

[7]Rorty, R., El giro linguístico. Dificultades metafilosóficas de la filosofía linguística, Paidós, ICE de la U.A. de Barcelona, Barcelona, 1992. Esta edición incluye “Diez años después” y un epílogo del autor a la edición castellana, de donde proceden las citas, pág. 161 y 164.

[8]Gadamer, H., Elogio de la teoría. Discursos y artículos, Península, Barcelona, 1993, pág. 19-20.

[9]Csordas,T.J., Introduction: the body as representation and being-in-the world, In Embodiment and experience, edited by T. J. Csordas, Cambrigde, Cambrigde University Press, 1994, pág. 4

[10] La cita en Ibídem, pág. 11. La propuesta de concebir la textualidad como interlocutor dialéctico en pág. 12. Toren, entre otros autores, defiende la unidad entre el vivir y el conocer; en Toren, C., “Making History: The Significance of Chilhood Cognition for a Comparative Anthropology of Mind”, Man 28:461-478,  1993. Ver también Lock, M., “Cultivating the Body: Anthropology and Epistemololgy of Bodily Practice and Knowledge”, Annual Review of Anthropology 22:133-155,  1993.

[11] Citado en Csordas, op. cit., pág. 5

[12] Jackson, M., “Knowledge of the Body”, Man 18:327-345,  1983., pág. 329

[13] Turner, T., Bodies and anti-bodies: flesh and fetish in contemporary social teory, In Embodiment and experience. The existential ground of culture and self, edited by T. J. Csordas, Cambrigde, Cambrigde University Press, 1994, pág. 30 y 46.

[14] Ibidem, pág. 46.

[15] Lyon, M.L. y Barbalet, J.M., Society´s body: emotion and the “somatization” of social theory, In Embodyment and experience. The existential ground of culture and self, edited by T. J. Csordas, Cambrigde, Cambrigde University Press, 1994, pág. 54 y ss.

[16] Merleau-Ponty, M., Fenomenología de la Percepción. Barcelona, Península, , pág. pag. 158 y 170.

[17] Bourdieu, P., Meditaciones pascalianas. Barcelona, Anagrama,  1999, pág. 193 y 180.

[18] Merleau-Ponty, pág. 200-210.

[19] Arana Goiri, S., Obras completas (en adelante O.C.), Sabindiar Batza, Buenos Aires, 1965, pág. 73. Euskeldun significa persona que habla la lengua vasca pero por extensión se utiliza también para designar a los vascos.

[20] O.C., pág. 1767.

[21] O.C., pág. 88

[22] O.C., pág. 319.

[23] O.C., pág. 181

[24] O.C., pág. 107

[25] O.C., pág. 372

[26] O.C., pág. 1703 y ss.

[27] O.C., pág. 611 y 613

[28] O.C., pág. 1732

[29] O.C., pág. 617

[30] O.C., pág. 2264-2265

[31] O.C., pág. 1289

[32] O.C., pág. 1999

[33] O.C., pág. 1213

[34] O.C., pág. 510-511

[35] O.C., pág. 1369

[36] O.C., pág. 666

[37] O.C., pág. 619

[38] O.C., pág. 169

[39] O.C., pág. 155

[40] O.C., pág. 1681-1682

[41] O.C., pág. 1390

[42] O.C., pág. 2009

[43] O.C., pág. 552

[44] O.C., pág. 633

[45] O.C., pág. 627

[46] O.C., pág. 323-324

[47] O.C., pág. 1995.

[48] O.C., pág. 113

[49] Larrañaga, P., Emakume Abertzale Batza. La mujer en el nacionalismo vasco, Auñamendi, San Sebastián, 1978, vol. 1, pág. 128

[50]Juaristi, J., El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos, Espasa, Madrid, 1997, pág. 166.

[51] O.C., pág. 2014 y ss.

[52] O.C., pág. 1326 y ss.

[53] O.C., pág. 197

[54] O.C., pág. 1257

[55] O.C., pág. 415

[56] O.C., pág. 475 y ss.

[57] O.C., pág. 560

[58] O.C., pág. 196

[59] O.C., pág. 672

[60] O.C., pág. 157 y 630

[61] O.C., pág. 196 y 169

[62] O.C., pág. 122

[63] O.C., pág. 196

[64] O.C., pág. 323

[65] O.C., pág. 1780

[66] O.C., pág. 545 y ss

[67] O.C., pág. 448

[68] O.C., pág. 1331

[69] O.C., pág. 404

[70] O.C., pág. 731

[71] O.C., pág. 1721.

[72] Vergara y García, E., Datos para la topografía médica de San Salvador del Valle, 1907, pág. 180. La cursiva es nuestra.

[73] Como afirma Douglas: “el control corporal constituye una expresión del control social”, en Douglas, M., Símbolos naturales. Exploraciones en cosmología, Alianza, Madrid, 1987, pág. 94.

[74] O.C., pág. 2302

[75] La creación del cuerpo burgués y la extensión de sus características al cuerpo obrero en Foucalult, M., Historia de la sexualidad, t.1, Siglo XXI, Madrid, 1989, pág 151 y ss.

[76] E. Vergara y García,  Datos para la topografía médica de San Salvador del Valle , 1904, pág. 187.

[77] El apoyo estadístico que fundamenta esta reflexión está tomado de los estudios que sobre las condiciones de vida de las trabajadores y de los inmigrantes ha realizado M. Arbaiza Vilallonga, para los nuevos barrios fabriles de la margen izquierda del Nervión y A. Pareja Alonso sobre la villa de Bilbao. Veáse M. Arbaiza, "Las condiciones de vida de los trabajadores a lo largo de la primera industrialización vizcaína  a través de la morbi-mortalidad", Revista de Historia Industrial,  Vol. 8, 1995, p. 67; M. Arbaiza,  “La transición sanitaria en Vizcaya” en M. González Portilla y K. Zárraga (eds), Hospital de Bilbao y transición sanitaria. Enfermedad y muerte en Vizcaya, 1884-1936, Bilbao, 1998. A.Pareja , Inmigración y condiciones de vida en la villa de Bilbao, tesis doctoral inédita, Universidad del País Vasco, pág. 266.

[78] Así lo designa M.González Portilla en “La ciudad industrial: enfermedad y muerte en Bilbao y la ría”, en M. González Portilla y K.Zárraga (eds), Hospital de Bilbao…op.cit, p,69. Este autor se hace eco de varios testimonios recogidos en la prensa, entre los que resalta uno socialmente muy significativo  cuando en el balneario de Batelu, llegaron a huir todos los bañistas abandonando hasta los equipajes, por haber sido atacado de cólera el cocinero del hotel.

[79] Julio Uruñuela, ,“Profilaxis de la viruela en Bilbao” , Gaceta Médica del Norte, Revista de medicina, cirujía y farmacia, págs. 305-306.

[80]  En el Bilbao de 1900 este indicador, que resume la calidad de vida de los grupos sociales arrojaba diferencias sustanciales según la composición social de sus barrios.  La esperanza de vida al nacer en el Casco Viejo en donde se ubicaban las clases medias era de 37.07 años. En el otro extremo, en Bilbao la Vieja, que acogía a los jornaleros inmigrantes  y antiguos artesanos era de 21,34 años. Veáse A.Pareja,, op.cit., pág 266.

[81] Los cordones sanitarios que se aplicaron por las autoridades sobre el cuerpo obrero son un buen ejemplo de ello. Veáse, M.González Portilla, op.cit. pág. 69 que narra como, en el momento en el que aparecen los primeros brotes de cólera  en la zona minera, el gobernador civil decretó aislar a las familias que habían estado en contacto con los muertos, las confinó  en sus chabolas, y las mantuvo  en observación durante cinco días. Las citadas chabolas quedaron materialmente acordonadas por veinte soldados de infantería  a las órdenes de un oficial.

[82]  Las obras de algunos médicos higienistas  en el País Vasco, tuvieron una importancia transcendental en esta labor. Por citar a los más importantes, Gil y Fresno, E. García y Vergara, M.Echevarria, G.González Revilla, escribieron sus principales obras concidiendo con esta fase entre 1870 y 1910.

[83] El problema de la alimentación constituye un apartado propio en el medio de comunicación de la Academia de Ciencia Médicas de Bilbao La Gaceta Médica del Norte.

[84] E. Vergara y García, op.cit., pág.180.

[85]  El descubrimiento del vacilo de Kock como propagador de la tuberculosos marcó un hito en la historia de la medicina y puso las bases para un conocimiento más exhaustivo sobre propagación de infecciones.  Veáse Th. Mc Kweon, The origins of human disease, Oxford and New York, 1988.

[86] E. Vergara y García, op.cit., pág.180.

[87] Sobre los principios básicos del higienismo veáse P.Pérez Fuentes, “El discurso higienista y la moralización de la clase obrera en la industrialización vasca”  Revista de Historia Contemporánea, num. 5, págs.127-156.

[88] Canning, K., “Social Policy, Body Politics: Recasting the Social Question in Germany, 1875-1900”, en Laura L. Frader y Sonya O.Rose (eds.), Gender and Class in Modern Europe, Cornell University Press, Ithaca y Londres, 1996, pág. 215.

[89] L. Castells, J. Díaz Freire, F.Luengo , A.Rivera, , “El comportamiento de los trabajadores en la sociedad industrial vasca”, Revista de Historia Contemporánea, num. 4, Págs.319-340;  R. Ruzafa, Antes de la clase, Edit. Universidad del País Vasco,  Bilbao, 1998.

[90] La población de Bilbao pasó de 29.482 habitantes en 1860 a 93.250 en 1900. El 80% del crecimiento demográfico  se explica por los saldos migratorios de esta ciudad. El resultado es que en 1900 el 60% de la población que vivía en Bilbao había nacido fuera de la villa. De esta 60%, el 33% eran gentes que provenían de provincias no vascas, sobre todo de Castilla y el 27% restante eran originarias de otra comarcas vascas (Vizcaya, Guipuzcoa y Alava). Veáse A.Pareja, Inmigración y condiciones de vida…op.cit, pág.147.

[91] Veáse M. Arbaiza, “Movimientos migratorios y economías familiares en el norte de España, 1877-1910, Boletín de la Asociación de Demografía Histórica, vol. XII, 2 y 3, 1994, págs.  Y A.Pareja, “Un viaje en familia”, en M.González Portilla y K.Zárraga, Los movimientos migratorios en la construcción de las sociedades modernas, edit. Universidad del País Vasco, 1996, págs. 122.

[92] Reformas Sociales. Información oral y escrita practicada en virtud de la real orden del 5 de diciembre de 1883, edit.Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1985, Tomo V. Pág. 588.

[93] Citado por M. González Portilla, La poblaciónde la zona minera y de la Ría de Bilbao en el s.XIX. tesis de licenciatura inédita, Universidad de Valencia, 1970, pág. 62.

[94] Concretamente los procesos infecciosos respiratorios, responsables del 37,7 por 100 del total del incremento de mortalidad producido entre 1870 y 1890, estan directa y definitivamente relacionados con el estado nutricional de la misma

[95] J.P. Fusi. Política obrera en el País Vasco, Taurus, Madrid, 1975; I. Olábarri, Relaciones laborales en Vizcaya, Durango, 1978.;  M. González Portilla, La formación de la sociedad capitalista en el País Vasco, 1876-1913, Txertoa, San Sebastián, 1981, P. Pérez-Fuentes. Vivir y morir en las minas, Universidad del País Vasco, Bilbao, 1993, P.M. Pérez Castroviejo, Clase obrera y niveles de vida en las primeras fases de la industrialización vizcaína, Min.Trabajo y Seg.Social, Madrid, 1995.

[96] M.Montero, “Tensiones políticas y sociales en Vizcaya a fines del s.XIX y comienzos del s.XX. El contexto histórico del el Intruso” en V.Blasco Ibañez, El Intruso, págs.9-33

[97] Julio Uruñuela, Gaceta Médica…op.cit. pág. 306.

[98] Julio Uruñuela, Gaceta Médica…op.cit pág.315.

[99] M. Arbaiza, Migraciones laborales y reestructuración de modos de vida, en M.González Portilla y K.Zárraga, Los movimientos migratorios…op.cit. págs. 247-255.