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Grupo de Trabalho 2
“De la identidad a la política: masculinidades y políticas públicas. Auge y ocaso de la familia nuclear patriarcal en el siglo XX”[1]

Masculinidades, trabajo y relaciones de género y clase en Santiago de Chile.

José Olavarría[2]

Los estudios en torno a las identidades masculinas, efectuados en los años recientes en el país y la región, dan cuenta de la existencia de una forma de ser hombre[3] que se ha constituido en referente y norma de lo que debe ser un varón; corresponde en gran medida a una expresión actualizada del patriarca y el patriarcado[4] (Valdés y Olavarría 1998b). Los/as diferentes autores/as coinciden en que es posible identificar cierta versión de masculinidad que se erige en “norma” y deviene en “hegemónica”, incorporándose en la subjetividad tanto de hombres como de mujeres, que forma parte de la identidad de los varones y que busca regular las relaciones genéricas.

Estas investigaciones comparte, asimismo, un amplio acuerdo acerca de que la masculinidad es una construcción cultural que se reproduce socialmente y que, por tanto, no se puede definir fuera del contexto socioeconómico, cultural e histórico en que están insertos los varones (Kaufman 1987; Gilmore 1994; Seidler 1994; Badinter 1993; Connell 1995; Gutmann 1996; Kimmel 1992; Fuller 1997 y 1998; Viveros 1998; Valdés y Olavarría 1997).

Según los estudios, este “modelo” impone mandatos que señalan -a varones y mujeres- lo que se espera de ellos y ellas, siendo el referente con el que se comparan y son comparados los hombres. Se trata de un modelo que provoca incomodidad y molestia a algunos varones y fuertes tensiones y conflictos a otros, por las exigencias que impone. Si bien hay varones que tratan de diferenciarse de este referente, ello no sucede fácilmente dado que, así como representa una carga, también les permite hacer uso de poder y gozar de mejores posiciones en relación a las mujeres y a otros hombres inferiores en la jerarquía social.

Según este modelo de masculinidad dominante, los hombres se caracterizan por ser personas importantes, activas, autónomas, fuertes, potentes, racionales, emocionalmente controladas, heterosexuales, son los proveedores en la familia, su ámbito de acción está en la calle. Todo esto en oposición a las mujeres, a los hombres homosexuales y a aquellos varones “feminizados”, que serían parte del segmento no importante de la sociedad: pasivas/os, dependientes, débiles, emocionales y, en el caso de las mujeres, pertenecientes al ámbito de la casa y mantenidas por sus varones. Investigaciones recientes (Fuller 1998; Viveros 1998; Valdés y Olavarría 1998b) muestran que, enfrentados los hombres con su intimidad esos “mandatos” están frecuentemente lejos de sus vivencias, pese a que los varones declaran que estos serían los atributos que los distinguen de las mujeres. Es decir, coexisten, en una sociedad dada en un momento determinado, múltiples significados del ser hombre, puesto que no todos los hombres son ni se sienten iguales. El desarrollo de masculinidades hegemónicas conlleva la creación de otras subordinadas.

A partir de este modelo los varones son impulsados a buscar poder y a ejercerlo con las mujeres y con aquellos hombres que están en posiciones jerárquicas menores, a quienes pueden dominar. Lleva entonces, a establecer relaciones de subordinación, no sólo de la mujer con respecto al hombre, sino también entre los propios varones (Kaufman y Pineda 1991; Ramírez 1993; Stern 1995; Ragúz 1995; Connell 1998; Kimmel 1997, 1998; Seidler 1994; Marqués 1997; Fuller 1997, 1998; Viveros 1998; Valdés y Olavarría 1998b).

Diversos autores, no obstante, señalan que estamos en un período de cambios debido a la movilidad social y geográfica de las últimas décadas, a la mayor esperanza de vida, a la expansión de los sistemas educativos y los niveles de estudios adquiridos, a las demandas del feminismo y las presiones del movimiento de mujeres, al creciente proceso de aceptación y reconocimiento de los hombres homosexuales y las demandas del movimiento gay, así como a las exigencias de la modernización. Este conjunto de situaciones, estarían abriendo un debate en torno a otras masculinidades e identidades femeninas no subordinadas o subalternas de la versión hegemónica y a relaciones más equitativas.

Este modelo hegemónico de masculinidad, “norma” y “medida” de la hombría, plantea la paradoja de que los hombres deben someterse a cierta “ortopedia”, a un proceso de hacerse “hombres”, proceso al que está sometido el varón desde la infancia. “Ser hombre” es algo que se debe lograr, conquistar y merecer[5]. En este contexto, para hacerse “hombre” los varones deben superar ciertas pruebas como: conocer el esfuerzo, la frustración, el dolor, haber conquistado y penetrado mujeres, hacer uso de la fuerza cuando sea necesario, ser aceptados como “hombres” por los otros varones que “ya lo son”, y ser reconocidos como “hombres” por las mujeres. Asimismo, son los otros hombres – y no las mujeres - los que califican y juzgan la masculinidad del varón. Ellas son su opuesto inferior, aun cuando su desempeño sexual los haga vulnerables a la reprobación de sus parejas.

La mujer y lo femenino sitúan el límite, la frontera de la masculinidad, “lo abyecto” según Norma Fuller (1997). Coincidiendo con otros/as autores/as, señala que el hombre que pasa el límite se expone a ser estereotipado como no perteneciente al mundo de los varones, siendo marginado y tratado como inferior, como “mujer” (Lagarde 1992; Badinter 1993;  Gilmore 1994; Kimmel 1997; Kaufman 1977; Viveros 1998; Parker 1998). Según estos/as autores/as, los varones al enfrentar esta tarea de “hacerse hombres”, manifiestan dificultades para superar todas esas vallas y satisfacer plenamente la norma, si es que alguna vez alguno lo logra. Por el contrario, la experiencia cotidiana de varones y mujeres señala que ambos deben superar pruebas para llegar a ser adultos, que ambos son activos y pasivos, emocionales y racionales, y que las mujeres son madres y los varones padres.

Las presiones a que son sometidos los varones para lograr al menos algunas de esas características, serían vivenciadas como fuentes de incomodidad, frustración y dolor, dificultando el diálogo entre varones para no mostrar lo distantes que están de esos requerimientos, reprimiendo la demostración de sus afectos hacia sus parejas e hijos y llevándolos a simular comportamientos diferentes de sus reales sentires.

            Entre los mandatos más determinantes en su vida está el que les señala a los varones que ellos se deben al trabajo, porque trabajar significa ser responsable digno y capaz, atributos que caracterizarían a la hombría en su fase adulta plena. El trabajo les da a los varones autonomía y les permite constituir un hogar, ser proveedores, cumplir con su deber hacia la familia, ser jefes de hogar y autoridad en su familia. Este mandato es percibido como una gran presión sobre ellos, especialmente entre los que tienen  trabajos más precarios y menores recursos. En general, la pérdida del trabajo y la cesantía son vividas como una profunda pérdida de valor y provocan crisis en su autoestima que afectan al conjunto de sus vivencias (Fuller 1997, 1998; Viveros, 1998; Valdés y Olavarría 1998; Olavarría et al. 1998).

            La permanencia en el tiempo de esta manera de ser hombre la ha transformado en lo “natural” -”los hombres son así”- invisibilizando la construcción cultural e histórica de los mandatos y el poder de los hombres sobre las mujeres y otros hombres. Esta invisibilidad posibilita y reproduce las relaciones de poder (Connell 1995, Kimmel, 1997, Bourdieu 1998).

            Esta masculinidad, incorporada en la construcción de las identidades tanto en hombres como mujeres que se expresa en sus subjetividades y prácticas, constituye la versión actual del “patriarcado”.

            Otro mandato de la masculinidad dominante señala que los hombres deben ser padres. La paternidad, así, pasa a ser un aspecto constitutivo de la masculinidad adulta y uno de sus ejes principales, al tiempo que da sentido a la vida del varón adulto.

Se trata de una exigencia a la condición adulta la exigencia de varón, pero con un modelo pautado de paternidad, es decir no se trata del mero hecho de engendrar hijos. Los hombres adultos son/deben ser padres, la vida en pareja la convivencia/matrimonio tiene como basamento la procreación, el tener hijos[6]. Ser padre es participar de la naturaleza: así está preestablecido y no se cuestiona, salvo que se quiera ofender el orden natural.[7] La paternidad es uno de los pasos fundamentales del tránsito de la juventud a la adultez, uno de los desafío que debe superar. Es, asimismo, la culminación del largo rito de iniciación para ser un “hombre”, por cuanto, si tiene un hijo se reconocerá y será reconocido como varón pleno, se sentirá completamente hombre (Valdés y Olavarría 1998, Olavarría 1999b, Olavarría Parrini 1999).

Así como la paternidad es un paso fundamental en el camino del varón adulto, la paternidad da un nuevo sentido a los mandatos de la masculinidad hegemónica. Ahora el varón es importante, ya no en términos generales, sino en relación a personas específicas, su mujer e hijo/s: es el jefe del hogar y tiene la autoridad en el grupo familiar, con respaldo legal[8]. En este momento se vuelve “responsable”, pues debe asumir a su familia, hacerse cargo de ella y protegerla. Debe ser ‘racional’, tiene que orientar sus comportamientos con una lógica –siguiendo Weber- propia de la racionalidad económica-; no se puede dejar llevar por la emocionalidad, “sacar adelante” su familia requiere de ello y así lo esperaría su familia. No puede ser débil, emocional o temeroso ni demostrarlo antes su mujer e hijos/as. Debe trabajar para proveer a su núcleo y salir a la calle, porque en ese espacio se encuentra el trabajo del hombre, más allá de los límites de la casa. Por el contrario, se espera que la esposa/pareja obedezca al varón[9]. Ella es la responsable de la vida dentro del hogar y de la reproducción, debe cuidar el espacio del hogar y la crianza de los hijos. Su marido/pareja la debe proteger. Es emocional y expresa sus sentimientos, así lo hace con su pareja e hijos/as.

Este tipo de familia establece una separación nítida entre lo público y lo privado y una clara división sexual del trabajo entre el hombre y la mujer. Al hombre le corresponde constituir una familia, estructurada a partir de relaciones claras de autoridad y afecto con la mujer y los hijos, con dominio en el espacio público que le permitan proveerla, proteger y guiarla. La mujer, por su parte, debe complementar al varón, ocuparse de las tareas reproductivas como la crianza de los hijos, ordenar el hogar y colaborar con el padre/marido.

La paternidad patriarcal del siglo XX se impuso no sólo a través de procesos socio psicológicos, que tiene que ver con la subjetividad tanto de hombres y mujeres -en el ámbito de la familia, de los grupos de pares y la escuela,- en los procesos de identidad y socialización de cada persona, sino también a partir del ordenamiento jurídico y políticas públicas que permitieron, impulsaron e impusieron esta forma particular de paternidad y familia.

Las políticas públicas y la paternidad

El ordenamiento jurídico existente a fines del siglo XIX es el marco legal en el que se formulan e implementan las políticas públicas en torno a la familia durante el siglo XX. Las relaciones entre cónyuges y entre padre e hijos estaban (y están) reglamentadas básicamente en el Código Civil, cuerpo legal promulgado en 1855 que entró en vigencia en 1857. La ley que reglamentaba el matrimonio (y aún lo hace) databa de 1884 (Valdés et al 1992). En Chile en esa época no existía (ni existe aún) un código de la familia.

Desde comienzos del siglo XX, las políticas macro implementadas desde el Estado apuntaron de distintas maneras a fortalecer en los sectores medios (artesanos, funcionarios públicos de la administración central, docentes, comerciantes, entre otros), un tipo particular de familia: la familia nuclear patriarcal, que reafirmaba al varón/padre como autoridad, pero imponiéndole responsabilidades, crecientemente específicas, en relación a la pareja/esposa y a los hijos/as. Este núcleo familiar, fundamentalmente urbano, permitió la existencia y subsistencia de un hogar formado por padre, madre e hijos/as, que tomaba distancia del resto de los familiares (abuelos, tíos, sobrinos, hijos/as casados, nietos, entre otros) y lo distinguía de la familia extendida, propia del mundo rural. En estas circunstancias, este núcleo no contaba con el apoyo de la familia extendida y su condición de continuidad estaba dada por el trabajo remunerado del padre y la dedicación exclusiva de la madre al hogar -para la crianza de los hijos y la mantención de éste-. Si alguno de estos dos actores no podía cumplir su cometido (“rol”), el núcleo entraba en crisis.

El fomento de este tipo de familia, fue también una respuesta a la necesidad de integrar a la creciente población de hombres, trabajadores temporeros, gañanes, que comenzó a ‘invadir’ las grandes ciudades, especialmente en Santiago. Ellos fueron observados por muchos como una población peligrosa por las condiciones de vida miserables en las que vivían, generando graves problemas sanitarios, y porque sus carencias los podían transformar o los transformaban en delincuentes para satisfacer sus necesidades de subsistencias.

La necesidad de establecer a estos hombres en un lugar, de crear las condiciones para que formaran sus propios núcleos familiares y se hicieran responsables de ellos, se darían en forma paralela a los requerimientos de una emergente demanda de mano de obra, también estable, por parte de la industria naciente y de los centros mineros que expandían su explotación. Las nuevas factorías requerían de una población trabajadora estable, responsable, que perseverara en el trabajo y tuviese necesidad de conservarlo. Estas condiciones se cumplirían con hombres comprometidos con una familia que dependiera de ellos directamente y ante la cual fueran responsables.

Ello se produjo en el marco de las migraciones de campesinos a las ciudades y las concentraciones de población en torno a las grandes ciudades y explotaciones mineras (Rosenblatt 1995, Klubock  1995, Hutchison 1995, Romero 1997). Posteriormente en torno a la naciente industria.

El fomento de la familia nuclear patriarcal en el sector rural habría tenido una mayor expansión a partir de la década del 60’ a través del proceso de reforma agraria, primero con la incorporación de las tierras improductivas y luego con su extensión a predios mayores a cierta dimensión, al otorgar la posesión y propiedad de estas tierras, como parcelas o asentamientos a familias de trabajadores campesinas a través del jefe de la familia, posiblemente el padre/proveedor, que se transforma en su titular.

Profundamente asociado con la constitución de este tipo de familia estuvo el diseño de la vivienda social. Inicialmente es la SOFOFA y los empresarios los que se preocupan del asunto a través del debate sobre la vivienda obrera. Ya en 1906 se crean los Consejos de la Habitación Popular destinados a promover la construcción de vivienda e higienizar las existentes, demoliéndolas o rahabilitándolas. Después vienen los movimientos de arrendatarios que se manifiestan con fuerza creciente en las primeras décadas del siglo. El Estado se hace cargo de estas demandas destinando fondos crecientes para tratar de responder al problema de la vivienda popular, crea la Caja de la Habilitación Popular (1936) y el Fondo de la Construcción de la Habitación Popular (1941), que concentraron los recursos estatales para contribuir a solucionarlo (Valdés 1983). De la misma manera que los diseños de la vivienda urbana establecían la superficie y distribución de los espacios al interior de ella en función de una familia nuclear, a fines de los 60´y comienzo de los 70 los diseños de vivienda rural que acompañan la reforma agraria reafirman estos criterios.

Durante el siglo XX la familia nuclear patriarcal llega a tener primacía sobre los otros tipos de familia (familia extendida, familia compuesta u otros), transformándose en la familia paradigmática. En ‘la familia’. Los datos censales revelan que al año 1970 el 30,3% de las familias era nuclear, aumentando al 53,1 % en 1982, para llegar al 58% el 92’. (Reca 1993)

Durante estas décadas, las reivindicaciones y luchas de los sectores medios, del movimiento obrero organizado y posteriormente de los campesinos, permitió a estos actores conquistas políticas y legales que lo llevaron a lograr un creciente acceso al uso de recursos públicos (de los que estaban inicialmente excluidos o semi excluidos), y al reconocimiento de su ciudadanía -como actores sociales con derechos y deberes legalmente estatuidos -. El fortalecimiento de la familia nuclear patriarcal estaba directamente asociado a las demandas de los trabajadores y a la lucha con empresarios y gobierno. En general cada avance no fue una respuesta unilateral del gobierno y/o empresarios, sino un largo proceso de negociación, no exento de conflictos de diversa gravedad, que generó políticas públicas que permitieron que los sectores sociales indicados contaran, entre otros logros, con una legislación del trabajo que establecía las características del contrato de trabajo y sus condiciones de inamovilidad, jornada de trabajo, salario familiar mínimo, asignaciones familiares por hijos; sindicalización, negociación colectiva e instancias tripartitas para resolver los conflictos entre trabajadores y empleadores; capacitación; la incorporación a sistemas previsionales y de jubilación; así como acceso a la educación y a la salud públicas obligatorias y gratuitas y a planes de vivienda, entre otras conquistas.

Dichas políticas contribuyeron a fortalecer en los sectores medios de la sociedad chilena, la familia nuclear patriarcal y a “construir” en los sectores populares urbanos y luego rurales un tipo de familia semejante. Este tipo de familia requirió de identidades masculina y femenina y de relaciones de género, que posibilitaran su permanencia. Características que hemos mencionado con anterioridad.

            Si se hace una somera revisión de la legislación del trabajo en nuestro país, es posible observar cómo, través de ella, se ha fomentado este tipo de familia. Seguramente lo mismo sucedería si se analiza el desarrollo urbano y de la vivienda durante el siglo XX, con la creación de la vivienda social, diseñada para una familia nuclear, que asegurara privacidad y espacios exclusivos para cada uno de sus miembros y no para otros (por ejemplo allegados, abuelos, sobrinos); servicios sanitarios que preservaran al núcleo de epidemias y problemas de salud pública; construidas en conjuntos habitacionales en torno a las grandes industrias, por ejemplo textiles, y a las grandes explotaciones mineras (cobre y carbón) y a ciertas zonas de menor plusvalía como ‘cités’; con diseños, superficie y comodidades que fueron variando con el tiempo.

Al analizar brevemente la historia de la legislación del trabajo se puede señalar que la tendencia histórica estuvo orientada a asegurar un contrato de trabajo al varón (jefe de familia) que le permitiese ingresos mínimos y estabilidad en el tiempo para responder a su calidad de proveedor, así como condiciones de vida que mejoraran la calidad de vida de su núcleo familiar, su seguridad social, previsión y jubilación, salud, educación y vivienda. También subsidios de diverso orden, que hacían accesible bienes y servicios cuyo valor era mayor el que podía pagar con sus niveles de ingresos.

Una cronología, incompleta, podría mencionar los siguientes pasos en esta proceso:

1924 Se crea el Ministerio de Higiene, Asistencia, Trabajo y Previsión Social y se dictan las primeras leyes de seguridad social:

  • seguro obligatorio de enfermedad e invalidez y régimen de pensiones de vejez

  • responsabiliza al empresario por los accidentes y enfermedades profesionales

  • régimen de retiro de empleados particulares

1924 Ley sobre organizaciones sindicales,

1925 reconocimiento jurídico de la protección social a través de la Constitución Política (del 25) que en su artículo 10 garantiza la protección al trabajo, a la industria y a la previsión social, así como a una habitación sana y un mínimo bienestar, a la vez que señala que “es deber del Estado velar por la salud y bienestar de higiénico del país”.

En 1925 se dicta la Ley General de Beneficencia y Asistencia Social y la primera Ley de Arrendamientos que establece los Tribunales de la Vivienda.

En el mismo año fueron creadas

  • el Consejo Superior de Protección a la Infancia

  • la Dirección General del Trabajo

  • la Caja Nacional de Empleados Públicos y Periodistas

  • la Caja de Empleados Particulares

1926 se decretó el Reglamento sobre Higiene y Seguridad Industrial

1927 se cambia el nombre al Ministerio de Higiene por Ministerio de Bienestar Social y se crea la Sección de Higiene Social

1928 se reglamentó la Ley de Sindicalización Obligatoria

1931 se promulgó el Código del Trabajo.

1936 se crea la Caja de la Habitación Popular

1938 se dicta la Ley de Medicina Preventiva

1939 se crea el Ministerio de Salubridad, Asistencia y Previsión Social

1941 se establece el Fondo de la Construcción de la Habitación Popular

1943 se reorganiza la Caja de Crédito de la Habitación Popular

1947 se reconoció el derecho a sindicalización de los obreros agrícolas

1948 se dicta la Ley Pereira que otorga ventajas para los constructores que se ciñen a la Ordenanza de Urbanización y Construcción de Vivienda Económicas

1952 se crean el Servicio de Seguro Social y el Servicio Nacional de Salud.

1953 se estableció el régimen de indemnización por años de servicio y el régimen de asignación familiar.

En el mismo año se crea la Corporación de la Vivienda (CORVI) ejecutora de los planes de vivienda nacionales

1959 se dicta el DFL2, ley que busca promover la construcción de viviendas económicas dentro de ciertas restricciones y calidad

1960 se crea la asociación de Ahorro y Préstamos, que canaliza recursos financieros en apoyo de la demanda habitacional de los sectores de ingresos medios y altos. Asimismo se establece el impuesto a los loteos, que pretendía estimular la construcción

1963 se estableció la reajustabilidad anual de las pensiones mínimas, que concedió a los asegurados un nivel mínimo de ingresos, una vez que pasaban a formar parte de la población pasiva.

1965 se crea el Ministerio de la Vivienda y Urbanismo, la Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU) y la Corporación de Servicios Habitacionales (CORHABIT)

1965 se promulga la Ley de Medicina Preventiva y se crea el Servicio Médico Nacional de Empleados (SERMENA)

1967 se crea la Consejería Nacional de Promoción Popular

1967 se dictan normas sobre régimen sindical campesino.

1968 se dicta la Ley de Juntas de Vecinos y los Centros de Madres

1970 se crea la Consejería Nacional de Desarrollo Social

En el mismo año se inician las campañas nacionales de vacunación y la Campaña Nacional contra la Desnutrición y el Raquitismo y el Plan Nacional de Leche

1971 se decreta la democratización del Servicio Nacional de Salud y se crean los Consejos Locales de Salud y los Consejos Paritario en cada establecimiento del SNS

1971 Se reconoció la personalidad jurídica a la ANEF (Agrupación Nacional de Empleado Fiscales) y la ANES (Agrupación Nacional de Empleados Semifiscales)

1972 se reconoce y autoriza el derecho de sindicación para los funcionarios del Ministerio de Educación y del SUTE (Sindicato Unico de Trabajadores de la Educación)

1972 se concedió personalidad jurídica a la CUT (Central Unica de Trabajadores)

A partir del 73’, con la dictadura militar y la reformulación del papel del Estado, las políticas macro definidas por el gobierno militar afectaron significativamente la subsistencia de esta familia nuclear patriarcal.

Crisis y cambio en el último cuarto de siglo

En los últimos 25 años la sociedad chilena ha tenido cambios profundos que afectaron la cotidianidad de sus habitantes. Estas transformaciones han influido de diversas maneras en la vida íntima de las personas y en sus familias y aparecen asociadas especialmente a la redefinición del papel del Estado y sus efectos sobre las  políticas y uso de los recursos públicos, así como a los cambios culturales de la modernidad. En este mismo período, los procesos de modernización y globalización de la sociedad chilena se han intensificado y generalizado en algunos ámbitos de la vida social, más allá de la economía y los negocios, alcanzando a la cultura y los intercambios entre grupos diversos. Es así que pautas culturales inveteradas son relativizadas, afectando a las instituciones tradicionales y a las disposiciones personales, desestimándose usos y costumbres arraigados por generaciones en ellos. La modernidad, en este sentido ha venido a alterar de manera radical la naturaleza de la vida social cotidiana y los aspectos más personales de la existencia de las personas.

 El modelo de familia y la participación del Estado

Tras el golpe de Estado de 1973 se inició una profunda transformación en éste, expresada en el cambio en las prioridades de las políticas públicas y en el uso de los recursos públicos. El Estado era, hasta ese momento, salvaguarda y protector de los sectores medios y populares mediante políticas redistributivas que apuntaban, entre otros aspectos, a: perfeccionar una legislación del trabajo que regulase la relación trabajador/empleador, la negociación colectiva y las comisiones tripartitas con la participación activa del Estado; la sindicalización y capacitación de los trabajadores; el fortalecimiento de un sistema previsional basado en la solidaridad para asegurar una vejez digna; educación y salud públicas y gratuitas; planes de vivienda; subsidios a productos alimenticios y servicios públicos. Asimismo, el Estado era un agente activo directo en la generación de empleo y riqueza a través del desarrollo de fuentes de energía, industrias básicas, obras públicas, transporte, entre otros.

El gobierno militar desde sus inicios manifestó escaso interés por avanzar “hacia una distribución más equitativa del ingreso y las oportunidades sociales. En consonancia con la concepción ultraliberal que impuso al país, atribuye al Estado una extrema ineficiencia en las funciones distributivas, en las cuales su acción en el pasado habría tenido un carácter regresivo. Sostiene, en cambio, que los progresos en la distribución del ingreso sólo pueden ser el fruto del crecimiento de la economía. Es preciso, entonces, que primero el sistema económico se desarrolle, para después distribuir, lo que, por lo demás, será consecuencia automática de la prosperidad económica –es decir, del “rebalse” de los frutos del desarrollo hacia las actividades y grupos rezagados-, y no de la acción del Estado” ...”Con este propósito, (el Estado) debe transferir al sector privado la tarea de producir y distribuir los bienes y servicios básicos –proceso conocido bajo el nombre de “modernizaciones sociales”- de tal modo que sea el mercado, y no el aparato público, el que regule el acceso a las prestaciones.” (Vergara 1990).

 Con la dictadura se consolidó, por el contrario, un Estado “subsidiario” de la actividad de los agentes privados, observador de lo que se ha denominado el mercado y la libre competencia, e incentivador y principal instrumento para consolidar la acumulación de riqueza en sectores empresariales privados específicos, so pretexto de ser la base para el desarrollo del país.

Esta drástica modificación de la agenda y políticas públicas y la reasignación de prioridades y recursos fue posible por la instalación de esa dictadura. Se suspendieron las libertades ciudadanas, se cerró el Congreso Nacional, se confiscaron y destruyeron los medios de comunicación que no apoyaron la nueva política, se eliminó literalmente a la oposición y se constituyó una fuerte alianza entre la alta oficialidad de las fuerzas armadas, que había provocado y triunfado en el golpe, con los grandes empresarios, partidos y sectores de derecha cuyo proyecto era transformar al Estado chileno en una entidad subsidiaria de las iniciativas de estos mismos grupos privados y sus socios transnacionales (“las fuerzas del mercado”), a través de la política de libre mercado que permitiría alcanzar al anhelado desarrollo.

La implementación de la nueva política, con las llamadas “modernizaciones”, llevó a la modificación no sólo del tamaño del Estado y uso de los recursos públicos, sino también de las reglas de convivencia que habían prevalecido en las seis décadas anteriores.

Tanto la redefinición de la agenda pública en el período de la dictadura –1973-1990-, el modo en que se utilizaron los recursos públicos, como la política económica de ajuste estructural, afectaron las bases que habían favorecido la existencia de la familia nuclear patriarcal durante gran parte del siglo. Se redujo el tamaño del Estado y dejó de ser un agente activo en la generación de nuevos empleos, se privatizó gran parte de las empresas públicas, disminuyendo drásticamente la cantidad de puestos de trabajo de la administración central y de las empresas del Estado; se modificó la legislación del trabajo (“flexibilizando” el contrato de trabajo y reduciendo significativamente la cantidad de trabajadores que tienen derecho a dicho contrato; restringiendo la sindicalización, coartando la negociación colectiva; jibarizando el salario mínimo y la asignación familiar mediante una drástica reducción del valor adquisitivo). Se privatizó parcialmente la educación y la salud pública. Se modificó el sistema de previsión social, pasando de un sistema de solidario de reparto a uno de acumulación y responsabilidad individual. Se eliminó los subsidios a alimentos (precios agrícolas) y a servicios de utilidad pública. Se redujo significativamente los recursos públicos orientados a proteger a los sectores prioritarios hasta ese momento (medios y populares). Se focalizó los pocos recursos destinados a paliar los efectos de esta política, hacia los segmentos más precarizados de la población (extrema pobreza) a través de programas específicos de escasa calidad, que transformaron la educación y salud públicas y los planes de vivienda.

El Estado concentró su acción asistencial en la implementación de programas orientados hacia los hogares que no estaban en condiciones de satisfacer, con sus propios medios, sus necesidades más esenciales, distribuyendo subsidios de acuerdo a criterios de necesidades y no de capacidades de pago. Estas nuevas concepciones sobre la función social del Estado se materializaron en un conjunto de programas sociales que privilegiaron la selectividad y se implementaron en forma articulada a fines de los años setenta (Vergara 1990).

Si el análisis se concentra en los actos más significativos del gobierno militar, en el campo de la legislación del trabajo, se pueden señalar los siguientes:

Bando 43 y Decreto Ley 43 de 1973 que suspendieron los pliegos de peticiones, conflicto colectivos y juntas de conciliación

       D.L 198 de 1973 redujo las actividad de las asambleas sindicales a fines internos o meramente informativos, de hecho hizo impracticables los pliegos de peticiones y conflictos colectivos. Suspendió la actividad sindical en lo referente a elecciones, negociaciones, conflicto y huelgas.

        La legislación de emergencia dictada a contar del 11 de septiembre de 1973 suspendió el procedimiento de negociación que el Código de 1931 llama “conflicto colectivo”, que se iniciaba con la presentación de un pliego de peticiones y generaba inamovilidad del personal en conflicto y daba comienzo a un procedimiento forzoso en que el empleador debía responder dentro de plazos breves y precisos. El fracaso de tales negociaciones daba origen a la intervención de las juntas de conciliación, al arbitraje y eventualmente a la huelga.

  • EL D.L. N° 670 de 1974 puso término al funcionamiento de todas las comisiones tripartitas que se habían creado y entregó al Gobierno la facultad de determinar remuneraciones superiores a las que resultasen de la aplicación de los reajustes automáticos.

  • D.L 275 de 1974, D.L 670 de 1974, D.L. 1.275 de 1975, D.L. 1.605 de 1976 y D.L. 2.053 y D.L.2398 de 1978 fueron prorrogando los instrumentos colectivos vigentes (convenios, actas de avenimiento, fallos arbitrales). Paralelamente, se había decretado la suspensión del funcionamiento de las juntas de conciliación hasta la vigencia del nuevo Código del Trabajo (1987).

  • D L. 2.200 del 15 de junio de1978 que reemplaza del Código del Trabajo los Libros I (“Del contrato de trabajo”) y II (“De la protección de los obreros y empleados en el trabajo”), siendo Ministro del Trabajo el Sr. Sergio Fernández.

  • D. Leyes 12 y 133, de 1973, que cancelaron la personería jurídica a la CUT.

  • D. L 82 de 1973 que congeló el 90% de los fondos del Sindicato Unico de trabajadores de la Educación y suspendió pago de cuotas

  • D. L. 1975, de 1977, que declaró disuelta y canceló la personalidad jurídica de la Asociación de Funcionarios de Prisiones (ANFUP)

  • D. L. 2.346, de 1978 que declaró ilícitas y disolvió las siguientes organizaciones sindicales:

  •         Confederación Nacional Unidad Campesina e Indígena “Ranquil”,

  •         Confederación Nacional Unidad Obrero-Campesina, UOC

  •         Federación Nacional de Sindicatos Metalúrgicos FENSIMET

  •         Sindicato Profesional de Obreros de la Construcción de Santiago

  •         Federación Nacional Textil del Vestuario (FENATEX)

  •         Federación Industrial de la Edificación, Madera y Construcción(FIEM) y

  •         Federación Industrial Minera (FINM) 238

  •  D. L. 2.347, de 1978 que declaró ilícitas y contrarias al orden público “las asociaciones o grupos de personas que asuman la representación de sectores de trabajadores sin tener personería para ello, de acuerdo a la legislación laboral o al derecho común”. Los infractores eran sancionados con pena de presidio menor en sus grados medio o máximo.

  • D. L. 2.345, de 1978 que otorgó facultades al Ministerio del Interior, en orden a “materializar en forma unitaria la política de desburocratización y agilización de la Administración del Estado, impulsada por el Supremo Gobierno”. Sus atribuciones fueron amplísimas, incluyendo la de proponer al Presidente de la República “la remoción de todo funcionario de la Administración del Estado, cualquiera sea la calidad en que se desempeñe, cuando esa medida sea necesaria para el fiel cumplimiento de las normas que se impartan”. Más adelante agrega “La remoción de funcionarios, en conformidad a este artículo, no de regirá por ninguna otra exigencia ni disposición legal. Especialmente no será imposibilitada ni diferida por la existencia de fueros o inamovilidades legales de ninguna naturaleza, ni estará sometida al Estatuto Administrativo, ni otras normas orgánicas semejantes”.

  • D. L. 2.376 de 1978 se relaciona con la organización sindical y precede a la puesta en marcha del Plan Laboral del Sr. José Piñera

  • Con la legislación del Plan Laboral las comisiones tripartitas perdieron toda significación en el derecho del trabajo.

  •  Y finalmente el Código del Trabajo de 1987. (Thayer y Novoa 1997)

La política de la dictadura afectó directamente cada una de las bases del orden salarial vigente a inicios de los 70’: contrato de trabajo, salario mínimo y estabilidad de éste; negociación colectiva e instancias tripartitas; la seguridad social y la previsión; la salud, la educación y la vivienda.

Con el fin de la dictadura, mediante el plebiscito de 1988 y la política de acuerdos políticos posterior, la nueva alianza democrática gobernante logró incrementar significativamente los recursos asignados a los grupos focalizados durante la dictadura, ampliándolos a los sectores pobres, mejorando su calidad, pero manteniendo criterios semejantes de focalización. Pese a ello y al crecimiento económico del país un porcentaje muy significativo de las familias del sigue viviendo en condiciones de pobreza (Consejo Nacional para la Superación de la Pobreza 1996). Asimismo, los avances en torno a la legislación del trabajo, seguridad social y previsión han sido menores, a pesar de la dictación del nuevo Código del Trabajo en 1994. 

 

Precariedad del empleo y desocupación en los jóvenes

Uno de los tantos impactos de la política del gobierno militar en el ámbito de la vida cotidiana y de las familias, que persiste hasta hoy, es su efecto sobre la disponibilidad y calidad del empleo, especialmente para los jóvenes. La retracción del mercado de trabajo desde los primeros años de la dictadura precarizó el empleo en un primer momento y luego lo transformó en trabajo permanente inestable para un amplio espectro de la población de sectores medios y bajos. Los puestos de trabajo y su calidad se transformaron en la “variable de ajuste” privilegiada, libre ya de “trabas” como el contrato de trabajo, sindicatos, negociación colectiva y comisiones tripartitas; “variable” que sigue aún hoy día vigente a plenitud, como ha quedado demostrado con la crisis de los años 1998 y 1999 y en el debate parlamentario previo a las elecciones presidenciales del año 2000. Ante cualquier expectativa negativa de la economía “normalmente” es el empleo el primer factor en ser afectado: la disponibilidad de puestos de trabajo, su estabilidad, la extensión de la jornada de trabajo, así como el nivel de remuneraciones. Y los primeros en ser afectados son los trabajadores y entre ellos especialmente las mujeres y los/as jóvenes.

Pese a que en los últimos años se comprueba un aumento de los puestos de trabajo, de la participación de los jóvenes en la fuerza laboral y una disminución en la tasa de desocupación, en los jóvenes supera ésta ampliamente el promedio del total de la población. No hay que olvidar que son precisamente los jóvenes los que mayoritariamente conforman las nuevas familias y procrean los hijos que las consolidan. Las consecuencias  de no contar con trabajos estables e ingresos suficientes para tener una aceptable calidad de vida se observan en la disposición de los jóvenes frente a la constitución sus propias familias. (Olavarría, Benavente y Mellado 1998, Olavarría 1999b).

Los efectos sobre los jóvenes han quedado expresados en las dos encuestas nacional de juventud realizadas por el INJUV de los años 1993 y 1997. Para la mayoría de los jóvenes (de 15 a 29 años) la familia es el ámbito más importante de sus vidas y, en segundo término, el trabajo, este último con mayor peso relativo en los hombres y en los adultos jóvenes. Es decir, se incrementa la importancia del trabajo con la paulatina asunción de las responsabilidades laborales y familiares y, culturalmente, tiene una mayor significación entre los varones. Es así, que casi el 60% de los jóvenes señaló en 1993 que no había suficientes oportunidades de trabajo para ellos, proporción que se incrementó en 1997 al 74,5%. Estos valores en las mujeres jóvenes son aún mayores: cerca del 80% opinó que eran discriminadas laboralmente (opinión que en el sector alto tiene un peso menor) y casi el 90% consideró que en los empleos se les pagaba poco (INJUV 1994, 1998).

El conjunto de dificultades que enfrentan los jóvenes para incorporase al mundo laboral y permanecer en él provoca situaciones conflictivas que tienen que ver con su autonomía relativa y su capacidad de asumir responsabilidades, de independizarse económicamente y poder formar su propio hogar cuando lo estimen conveniente. Los trabajos que consiguen muchas veces son inestables, en actividades que requieren mucho esfuerzo, con horarios extensos e ingresos insuficientes para satisfacer sus necesidades mínimas. La precariedad de la condición juvenil se ve agudizada dramáticamente entre los jóvenes que provienen de hogares pobres. En este contexto se desarrolla una “desesperanza aprendida”, en cuya percepción ninguna acción individual puede modificar la situación de pobreza y desamparo (Valdés y Díaz 1993).

Crisis y cambio: sus efectos en los varones/padres

Con el retorno de la democracia, en 1990, se inician una serie de debates sobre proyectos de leyes que afectan de distintas maneras a las familias y que señalan propuestas de cambio en la familia. Estas propuestas, promovidas en gran medida por el movimiento de mujeres, han sido tomadas por el Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM) y transformadas en proyecto de ley; algunas ya son ley. Entre las leyes dictadas a partir de 1990 están las Reforma Constitucional a los artículos 1º y 19 Nº 2, la Ley de Violencia Intrafamiliar, la ratificación de la Convención Interamericana para Prevenir y Erradicar la Violencia contra la Mujer, la Ley de Régimen de Participación en los Gananciales, Ley que modifica el Código Civil en materia de Filiación, la Ley que prohibe el Test de Embarazo como exigencia para ser contratada, promovida o mantenida en un empleo. Se han presentado también proyectos de ley para la creación de tribunales de familia y mediación y para sancionar el acoso sexual.

Los procesos antes mencionados, así como el marco legal y el debate legislativo, se dan de manera conjunta a una creciente autonomía de las mujeres: su incorporación masiva y permanente al mercado de trabajo, los altos nivel de educación alcanzados, la formulación y puesta en marcha de políticas y programas que tienden a la igualdad de oportunidades. Los nuevos escenarios estarían afectando directamente la subsistencia de la familia nuclear patriarcal que hemos conocido en el siglo XX, así como los procesos identitarios de los varones/padres y las relaciones de género.

Las profundas modificaciones de las últimas décadas afectan de alguna manera la viabilidad, tanto presente como futura, de la familia que ha sido considerada paradigmática en la sociedad chilena, especialmente en los sectores medios y populares: la familia nuclear patriarcal, con el padre como autoridad máxima, proveedor único, con su división sexual del trabajo y la separación de lo público y lo privado al interior de ella. Ya la Comisión Nacional de la Familia en su Informe reconoce explícitamente la existencia de distintos tipos de familia. Estos efectos se manifiestan también en investigaciones recientes (Fuller 1999, Viveros 1999, Alatorre et al 1999, Olavarría 1999b), en las prácticas y los sentidos subjetivos de los padres y la paternidad, así como en las relaciones con sus parejas e hijos/as.

Estas últimas décadas indican profundos cambios en torno a la fecundidad y a la constitución de familias. La tasa bruta de natalidad bajó de 26,4 por mil a 18,7 por mil entre 1970 y 1997. Según el INE, en el siglo XX, entre 1970 y 1980 “se produjo el descenso más intenso de la fecundidad por edades, siendo éste de mayor relevancia en las mujeres de 35 años y más”. Mientras en el período 1955 a 1960 la tasa de reemplazo equivalía, promedio, a 2,6 hijas, en 1985-1990 descendió a 1,3 hijas que reemplazaran a sus madres. Este valor se estima relativamente bajo porque alcanza apenas a reemplazar a la madre (INE 1999a: pág. 33). 

La tasa de nupcialidad  bajó considerablemente en las últimas tres décadas. Su mayor valor se presenta en 1971 con 8,8 matrimonios por mil habitantes, disminuye a 7,5 en 1990, al 6,1 en 1995, para llegar finalmente al 5,0 en 1998. También decrece la tasa global femenina de primeros matrimonios[10], en los últimos 20 años tiene su mayor valor en 1989 (870 por 1000 mujeres), para bajar a 714 en 1995 y terminar en 598 el año 1998 (INE 1999b).

Las nulidades de matrimonios falladas por sentencia se incrementan en relación a los matrimonios en los últimos treinta años. En 1970 el porcentaje de nulidades en relación a matrimonios fue del 2,1%; en el año 1980 subió a 3,6%, alcanzó el 6,2% en 1990 y, finalmente, en 1998 las nulidades fueron equivalentes al 8,5% de los matrimonios (INE 1999a, 1999b;).

El porcentaje de hijos nacidos fuera del matrimonio (hijos ilegítimos hasta la Ley que en 1999 modificó el Código Civil en materia de Filiación) se incrementó dramáticamente en los últimos 30 años: del 18,6%, del total de nacidos vivos en 1970, al 27,6% en 1980, para alcanzar al 34,3% el año 1990 y llegar en 1998 al 45,8% del total de nacidos vivos ese año (Información INE). Este porcentaje es aún mayor en los hijos nacidos vivos de madres adolescentes (menores de 20 años): el año 1970 era de 30,8% sobre el total de nacidos vivos ese año; pasó al 45,7% en 1980, el año 1990 superó el 60% (61,0%) y alcanzó al 80% en 1998 (INE 1999, Olavarría y Parrini 1999).

 

Comentarios finales

            Estamos en el centro de una crisis que afecta tanto la intimidad de las personas y las familias como el tipo de sociedad que se estaría construyendo. El siglo XX tuvo su expresión emblemática del patriarcado en la padre de la familia nuclear. Pero así como observó el auge de esta forma de ser varón/padre, también habría visto su decadencia. En los inicios del siglo XXI se percibe una crisis que afecta profundamente su subsistencia. Crisis que se manifiesta en las condiciones materiales y objetivas de la vida cotidiana más que en la subjetividad de los propios varones (Olavarría y Valdés 1998; Olavarría 1999b).

De allí que surgen múltiples preguntas en torno a las políticas actuales, entre ellas: ¿cuál es el tipo de familia o los tipos de familias que se está/n incentivando desde las políticas públicas? ¿A dónde apuntan los recursos que se están destinado en los programas relativos a la familia, mujer, niñez, educación, salud y vivienda, por ejemplo?, ¿qué efectos tiene las actuales legislaciones del trabajo, seguridad social y previsión, empleo y capacitación? ¿Se está construyendo una nueva versión del patriarcado, que enajene a parte importante de los varones de una vida armoniosa, amorosa, con intensidad afectiva en su relación con su pareja y sus hijos?

Si reflexionamos sobre el futuro nos preguntamos acerca de ¿qué tipo/s de familia/s son posibles en las condiciones materiales y objetivas actuales? ¿Cuáles son criterios que deben primar para no repetir las relaciones de inequidad entre sus miembros, sino por el contrario fomentar la diversidad y las relaciones más igualitarias y democráticas, que tiendan a preservar la intimidad de la pareja y a incentivas la autonomía de las mujeres y los hijos?

Es por todo lo anterior que se hace necesario hoy día una seria reflexión sobre cómo las políticas macro del Estado están afectando la constitución de las familias y las relaciones e identidades de género. La importancia del problema amerita su incorporación a la agenda pública y que se abra un debate en tono a ello y las consecuencias de las políticas públicas en las familias, en su diversidad y en la búsqueda de mayor equidad entre hombres y mujeres.

 

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[1] Este artículo se inserta en el Proyecto FONDECYT N° 1980280 “Ser padre. La vivencia de padres de sectores populares en Santiago”. Agradezco los comentarios y juicios de Teresa Valdés.

[2] Sociólogo, Investigador del Area de Estudios de Género de FLACSO-CHILE. Autor de “Deseo, placer y poder: cuestiones en torno a la masculinidad heterosexual” (en edición). Coautor de Los padres. Adolescentes/jóvenes, FLACSO/Unicef, 1999; Masculinidades populares. Varones adultos jóvenes de Santiago. FLACSO-Chile, Santiago, 1998. Los jóvenes de sectores populares. Miradas recientes, en Chile 97. Análisis y opiniones, FLACSO, 1998.

[3] Se usa indistintamente las denominaciones de hombre y varón.

[4] Entendemos por patriarcado al sistema de dominación que permite a los hombres controlar las capacidades de las mujeres (reproductiva, erótica y fuerza de trabajo, entre otras) y patriarca al que ejerce ese dominio.

[5] Este proceso y condición de la construcción de las identidades masculinas difiere, visiblemente, de la experiencia de las mujeres que no manifiestan dudas sobre su feminidad ni requieren confirmaciones externas.

[6] Se usa indistintamente hijo/s, niño/s cuando se habla del conjunto de hijos/as mujeres y varones.

[7] Los sacerdotes, hombres célibes, con voto de castidad, son considerados también ‘padres’, ‘padres’ de su grey.

[8] El ordenamiento jurídico chileno es originalmente patriarcal, con la figura de autoridad marital y paterna claramente establecida.

[9] Recién en el año 1989 se modificó el Código Civil eliminando la obligación legal de obediencia de la mujer al cónyuge.

[10] Número de mujeres que al momento de contraer nupcias nunca antes se había casado sobre el total de mujeres